Los políticos que disfrutan del poder se les llena la boca con el estado de bienestar como una realidad que beneficia a toda la sociedad a la hora de dar rienda suelta a su verborrea en elecciones. Se trata de un exceso retórico que no responde a la realidad, salvo para una minoría para la que el estado es la fuente de felicidad, bien por el cargo que ostentan o por los beneficios que les reporta la tolerancia con la corrupción o la evasión fiscal. Pero la realidad para la inmensa mayoría de la población el bienestar es algo efímero, salvo para los altos funcionarios por sus elevados sueldos o los profesionales liberales que gozan de niveles de vida insultantes. Aunque son pocos numéricamente respecto a la totalidad de la sociedad, representa una gran participación en el producto social al que todos contribuimos, lo que constituye una injusticia a la hora del reparto. El ejemplo son las pensiones de jubilación: las de mayor cuantía rebasan los 2.000 euros al mes, pero aunque en conjunto computan un gran importe, son escasos los que las perciben. En cambio, la media estatal ronda los 920 euros netos, pero con muchas miserables que no llegan a los 500. Además, la administración mantiene una política cicatera y humillante, en cambio es rumbosa con los privilegiados para los que siempre hay fondos abundantes como para proclamar las excelencias del estado de bienestar. En todo caso conviene aclarar que gracias a la gestión de los funcionarios privilegiados el estado de bienestar está en ruina, aunque los poderosos contratan seguros con entidades privadas que cubren toda clase de riesgos.