En mi ya larga vida he tenido varias experiencias. Una de ellas está hoy de mucha actualidad. Fui vecino del Valle de los Caídos y componente de su comunidad benedictina durante más o menos un año. Componente de su comunidad es un decir, mejor sería decir el último mono. Agonizaban los cincuenta y comenzaban los sesenta. Sitúenme ustedes en aquel precioso valle, porque siempre me pareció precioso; otra cosa es el significado. Paz, serenidad y mucho franquista. Franquistones a montones. Ahora lo niegan todo, dicen que ruegan por todos, que son buenos... ¡Mentira! Se leía en el comedor Historia de la Cruzada Española, un libro escrito por falangistas de mala leche -o si la mamaron buena, se les agrió pronto y aprendieron a mentir como bellacos-. Allí no había hombres más buenos que los que lucharon en el bando franquista; los otros eran los rojos. Nadie dudaba de que el Caudillo insigne se enterraría allí. Dicen que nunca lo dijo... Yo se lo oí varías veces al abad de la Comunidad. El monasterio era un hervidero de intrigas y malas maneras. Yo alucinaba. Creía en Dios, le rogaba a Él y a su Santa Madre. Mi vocación no resistió ni un año, demasiado. A los 16 o 17 años eres un inocentón... Daniel Sueiro en su libro La Verdadera Historia del Valle de los Caídos cuenta que, a los pocos días de la inauguración, Franco iba con Diego Méndez -el arquitecto que terminó el Valle- y al llegar al lugar donde está enterrado ahora se paró y le dijo: Méndez, yo cuando llegue, aquí, a lo que Diego Méndez le contestó: Excelencia, ya lo tengo previsto. Que no me vengan con macanas ni con medias verdades que son la peor de las mentiras. Franco en ese sentido lo tenía todo atado y bien atado. Es de conciencia dar testimonio de esto.