Un poco temerosa miraba de reojo el cantón que se abría a sus pasos. En la noche campaban las estrellas rutilantes. Ella cruzaba sola el barrio y distraía en su cabeza cualquier trance de acoso. Regresaba de un concierto, de un baile, y entre sus pensamientos ser blanco de agresión es cerco que no cabe, sospecha en vano, y también, trenzadas de un espanto que le cortaba el aire. Desde la oscuridad el mal, el enfermo deseo que un aburrido porno de pantalla deja suelto entre riegos de alcohol va al encuentro violento. Las alimañas discurren algo lejos siguiéndola la senda y ser mujer e ir sola mirando las estrellas es razón de condena tras la infame sentencia de su obsesión canalla. Empujarla con fuerza los puercos animales, meterla en un portal, cerrarlo, sujetarla es la acción que promueven celebrada con risas, recogida en el móvil, pasándose el relevo de llegar a violar de forma compulsiva a quien muerta de miedo, espantada de angustia, cegada de impotencia sufre la maldición de unos enfermos que retan a su dios, ¡que deliran pensando que ella está complacida! La luna observa todo, la sima cerebral, la decadencia. El viento en aquel barrio ha comenzado a gemir por todas las ventanas. Los árboles del prado más cercano agitan su hojarasca, los arbustos más altos se curvan y se engarzan. No puede haber silencio. Se pierden las estrellas guardándose en las nubes de tormenta. Oscurecen su duelo. Y es porque la mujer, la fuente inagotable de la vida, hoy ha sido ultrajada. Las alimañas irán a retirarse emponzoñadas. ¿Creerán en esta hazaña de lograr que sus madres y hermanas en cada mirada que hagan al cielo vuelvan a contemplar a quien muerta de miedo, espantada de angustia, cegada de impotencia, humillada en sus carnes, dictó en su corazón el grito más profundo y humano: “Dios, ¡Justicia!” en medio de la infamia?