He sido embajador de Bilbao en medio mundo. He cantado nuestras glorias en la faena y el ocio, alabado nuestro talante cercano esculpido en hierro, piedra y mar.

Hubo un tiempo en que era la ciudad más segura de Europa. Y el aeropuerto era, según todos los mentideros, el punto de retorno más alegre.

Hoy, asisto con desesperación e impotencia a la enésima violación grupal (me da igual cómo la llamen, yo he registrado el sometimiento de una mujer a manos de seis prescindibles, y en mi casa, eso es violación).

Y leo, perplejo, que se ha llevado a cabo en un “punto negro”. A los puntos negros no hay que bautizarlos, hay que tratarlos.

Digo yo que, ahora que no hay terrorismo, la policía local y la Ertzantza, podrían patrullar a pie y con perros -eso disuade-, e ir acortando la lista de puntos negros y engordando la de blancos.

A lo mejor, con un poco de eso, podemos recuperar ese ránking honroso y volver a pasear a cualquier hora sin tener que volver la cabeza.

A quien corresponda.