Todos los niños teníamos nuestro pequeño banquito de madera. En las noches de San Juan, aún con la fogata escupiendo sus últimas chispas, nos reuníamos en torno a un grupo de ancianas -vestidos y pañuelos negros-. Cada conejillo en su banquito, escuchaba las horribles historias, entre risitas cómplices, salivadas por unos labios arrugados debido a la escasez de dientes. Ahora se dice ancianas, pero los niños las llamábamos “viejas mandonas”, pese a que los mayores nos reprendían: “Viejas son las cosas; las personas no”. Los cuentos, invariablemente, tenían que ver con ánimas amortajadas y siempre de espaldas que, al volverse, enseñaban colmillos ensangrentados. Debo decir que las cuentistas no nos inspiraban ninguna confianza, así que guardábamos una prudente distancia de seguridad con nuestras viviendas, en cuyos portales vigilaban familias; con mucha rechifla, debo admitirlo. Obviamente, nos levantábamos a menudo en busca de palabras de ánimo en caso de “mengua de coraje”. Y es que, entre brujas, el hombre del saco, el sacamantecas, el chupasangres, etcétera, aquello era un sinvivir. Después venía lo de dormir bajo la ropa de la cama con la linternita y un tebeo de El Cachorro, hasta calmar los tembleques. Muchos años después, los desbarres políticos y el desatino de la clase dirigente siguen asustándome con temores nuevos, pero esta vez miro hacia atrás y no veo ningún guiño de aliento. No me queda nadie. Solo mi banquito de madera apolillado?