Alucino con el enfoque de las crónicas sobre el primer partido entre la selección vasca de pelota y la española. Fue en categoría femenina y el tono quijotesco de hidalgo ultrajado de algunos medios españoles –deportivos o generalistas, pero confesionales de misa nacional diaria todos ellos– ya venía pidiendo lavar con sangre la afrenta al honor de tener que aceptar que su selección nacional se rebajara a equipararse con un competidor que no representa a un Estado. La víspera, su selección nacional de fútbol femenino había competido con otra selección –esta también normalizada como nacional, vaya usted a saber si por la misma normalidad que niegan a otros o por pura ignorancia– que tampoco representa a ningún Estado: Inglaterra. La incongruencia palmaria no arredra a los tercios.
Frente a ella, la cordura de no lanzar a cuatro chavalas a una confrontación cainita. Recordar que una niña de 13 años puede o no ser una gran deportista, pero nunca es el enemigo del sentimiento nacional de nadie, lleve la camiseta que lleve. Todos sabemos que no hablamos solo de deporte porque hace mucho tiempo que el deporte no es solo sana competición. Pero lo lamentable es que se pretenda precisamente solapar lo que significa deporte: competir según las capacidades de cada cual, con las mismas reglas para todos y el objetivo original de superar los límites propios.
Con semejante despliegue de ira para celebrar que ganaron sus colores, a lo mejor va a resultar que saben que, en lo fundamental, ya han perdido. Por cierto, al día siguiente se repitió el duelo en categoría masculina y ganó la selección vasca. No ha llovido azufre; es una competición deportiva. Alguno va a ganar y otro va a perder siempre. Si les permiten jugar. Deportividad.