Aviso de que a mí el Pepe Mujica que me gustaba no era el revolucionario ‘tupamaro’ irreductible a cuya sombra buscan acomodo algunos. A ese que dejó de existir el día que se lió a tiros y perdió, no le profeso fe alguna. El tipo realmente interesante es el que se levantó del fracaso y acuñó una nueva forma, más humanista, menos dogmática, de convicción política y social. Me gustaría no verle patrimonializado con cuatro eslóganes de pancarta.

Mujica no era Maduro, ni era Ortega ni era Díaz-Canel ni sus regímenes totalitarios. A diferencia de ellos, llegó y se fue por mandato de la ciudadanía. Asumió el aprendizaje de equivocarse y el desmarque de una violencia que ejerció contra una dictadura totalitaria pero que no usó para imponer otra más afín ni para condicionar a la democracia. Ninguna revolución legítima se ha hecho en la Historia contra la democracia. Una lectura que sigue sin hacer una parte del extremismo de izquierda y que tampoco ha mamado el de derecha. Para no pecar de oportunista ensalzando la fase más filosófica y menos politizada de su legado, traeré un par de diagnósticos que hizo en 2009, en una entrevista para el diario argentino La Nación, cuando aspiraba a ser elegido presidente de Uruguay y que deberían grabar a fuego quienes se reclaman sus herederos: “Si por izquierda se entiende defender una fuerte intervención del Estado y una fuerte tendencia estatizante, yo no tengo nada que ver con eso”. Y sobre el diálogo: “Hay una posición filosófica e inteligente de Lula, que es tratar de negociar los conflictos, resolverlos por la vía de la negociación. Si no se puede 100, consiga 20, pero consiga algo. No estancarse en una lucha indefinida de confrontación”. No aspiro a que nadie se dé por aludido. Pero debería.