NO sé qué habrá sido de mis ertzainak. Los recuerdo paseando por las calles de mi pueblo con aquella camisa azul ribeteada en blanco de cuello Mao y la txapela roja. Los miraba con curiosidad adolescente, pero también con satisfacción. He de admitir que no tenía la percepción de su condición de trabajadores, aunque también entonces lo eran.

Para mí eran otra cosa, algo que asociaba a una identidad, a una conexión de cercanía que contrastaba con la mutua desconfianza que había experimentado con otros uniformados hasta entonces, quizá porque aquellos me habían suspendido abruptamente el poteo en más de una ocasión, corriéndome a porrazos por todo el casco viejo de mi pueblo.

Como en todo colectivo, algunos se hacían querer más que otros y, en este país, también hubo quien les odió y les tildó de cipayos porque no eran cómplices de su impunidad. Conozco a más de un buen tipo y buena tipa que, incluso entonces, creyó en la policía vasca y se sumó a ella, aunque no era un camino de rosas y sí había mucho plomo y botellas incendiarias.

Dicen que el roce hace el cariño pero también el desgaste. Cuatro décadas dan para verlas de todos los colores. Mis ertzainak han sido conmigo muy rigurosos –alguna multa “no consensuada” ha caído–, muy comprensivos –alguna multa también me han evitado– y hasta muy cariñosos –arropando con afecto más allá de la profesionalidad vivencias complicadas–. Y también he visto acciones incomprensibles por lo excesivo y sus consecuencias.

En ninguna de esas ocasiones me paré a pensar si los agentes eran de mi equipo o mi sensibilidad política, la verdad. Pero admito que me incomoda que algún sucesor de aquellos mis ertzainak parezca un hooligan o asocie su función de guardián de este pueblo con banderas y referentes políticos de ultraderecha que liquidarían el cuerpo al que pertenecen. Aunque, si es solo por curro, no dudo que esos les darían otro uniforme. Y otro sueldo.