QUÉ trágico desperdicio de recursos pero, admito mi pecado, qué insana satisfacción me produjo ver estallar el cohete espacial de Elon Musk apenas recién despegado. Me consuela el saber que lo invertido no habría sido destinado a obras benéficas en ningún caso sino más bien para hacer negocio en un futuro mercado privado de lo aeroespacial porque hay gente para todo y conciencias para nada.
Notarán que no le tengo un aprecio especial al muchimillonario visionario de la tecnología. Error: mi aprecio es especial, privativo de su persona y excepcionalmente bajo. Un sexto sentido me alerta de la peligrosidad del individuo. No es nada esotérico; se alimenta de su proceder y de las actitudes con las que desempeña su función de mecenas de sí mismo, caprichoso y autoritario. Un auténtico ejemplo de que se puede ser un genio de los negocios y carecer de la menor empatía o responsabilidad hacia la sociedad sobre la que se aúpa para hacer dinero.
Musk es capaz de convertir un ilusionante panorama tecnológico en el campo de pruebas de puro clasismo. Vehículos no contaminantes convertidos en emblema de estatus social superior; tecnología espacial para su negocio de turismo a la Luna y Marte; la gran red social en la que, tras los despidos masivos como quien espanta moscas, los que paguen tendrán más notoriedad que los que digan la verdad. La última en este aspecto ha sido regalar el servicio blue check de Twitter a celebridades que atraen a otros dispuestos a pagar por esa verificación. Musk sabe que para mantener su tren de éxito y consolidarse en la nube de la excelencia precisa de una legión de humanos dispuestos a pagar por usar los servicios que quien él decida tendrá gratis. Así que, cuando dijo que gracias a la explosión de su cohete ha aprendido mucho, solo pude pensar: “pues que sigas aprendiendo muchos años más, majo”. ¿Soy mala gente?