QUÉ añoranza de aquellos tiempos que no vivimos, cuando hasta el despotismo era ilustrado. Ahora no hace falta ilustración alguna y los nuevos déspotas se disfrazan con ropajes de libertad. Pero es una libertad de Halloween, como corresponde a las fechas, con jirones de vergüenza y dignidad raída que oculta bajo el maquillaje el rostro de la misma vieja soberbia de quien hace sin freno porque tiene sin límite.

No me refiero a la nueva libertad esa que consiste en el inalienable derecho a ir de cañas, que es lo que hizo de Ayuso una líder de masas. Aunque beba del mismo charco que la libertad que publicita el gurú del éxito, el santón de la libre expresión Elon Musk. Este megamillonario ha adquirido la red social Twitter pagando un pastizal que, a decir de los expertos, no vale la empresa y ahora necesita hacer rentable la inversión a costa de despedir a la mitad de la plantilla –morrocotudamente pagada hasta ahora, dicho sea de paso– y de cobrar a los usuarios para que la red se crea que son realmente ellos. Podría reclamar algún tipo de documentación, pero eso no da margen.

Musk vive en una constante campaña de imagen para mayor gloria de sí mismo. En la que precedió a la compra de Twitter publicitó su intención de liberarla de controles. Que cualquiera pueda usarla para difundir lo que le plazca. Se acabó eso de que te expulsen por mentir, por difamar o por hacer proselitismo de la desigualdad. Seamos libres de expresar nuestra podredumbre. De momento, ha empezado por poner en la calle a todos los que podrían explicarle no solo el funcionamiento técnico sino el ético de la libertad de expresión, sus virtudes y límites. Musk es libérrimo porque se le cae la pasta del bolsillo. Es déspota porque se cree superior en valores y conocimientos. Es un peligro porque triunfa y todos queremos la libertad de triunfar. l