CUANDO uno está en fase de maduración busca inevitablemente a quién parecerse. Suele ser un referente idealizado, sin matices, al que despojamos en nuestro imaginario de todo lo que incomodaría la solidez de nuestra adhesión. Antes o después, llega el momento de encarar una realidad que no es monolítica, que está plagada de fisuras y que nos obliga a flexibilizar nuestras posturas más dogmáticas. Si no lo hacemos, acabamos cayendo en la contradicción.

Algo así ha sucedido con el embeleso que ha producido el modelo sociopolítico nórdico idealizado especialmente desde las izquierdas de tradición en tránsito desde el monte revolucionario a la acción democrática. Un modelo cargado de virtudes sociales, democráticas y económicas pero cuyo éxito ha sido siempre sustentado por su pragmatismo y flexibilidad.

En Euskadi hemos mirado a los países nórdicos y aprendido lecciones de ellos. Adaptado sus experiencias de gobierno y gestión en iniciativas reconocibles de nuestras instituciones en materia de cobertura social, desarrollo económico o educación. Ahora vienen de allí a conocer nuestros modelos propios en FP, en asistencia sociosanitaria o en cooperación económica público-privada, por poner solo tres ejemplos.

Pero todo ello tiene mucho más trasfondo que el mero relato autojustificación política que ofrece al consumo lomos de modernidad desescamados y desespinados. Suecia y Finlandia se pasan a la OTAN; Dinamarca construye incineradoras; Noruega se enriquece con hidrocarburos. Y todos equilibran un modelo de bienestar sin dogmatismos ni buenismos ni populismo. Eso lo sabe hasta Arnaldo Otegi. La madurez que aún no ha adquirido su proyecto redentor es la de hacer más pedagogía interna y menos autojustificación dogmática que solo enreda aún más la incongruencia.