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Colaboraciones

Carmen Torres Ripa

La hora del recreo

El calendario marca dos recreos: el solsticio de verano, que termina, y el de invierno, que comienza. La primavera y el otoño quedan arrinconados en esa cuenta. En política, sin embargo, ni siquiera existe esa pausa. La hora del recreo se la han comido. Parlamentarios en el Congreso, el Senado o Bruselas pueden pasar jornadas enteras sin detenerse, enfrascados en interminables debates sobre una sola palabra: genocidio.

Que en Gaza hay un genocidio masivo lo vemos cada día. Más allá de las definiciones académicas, ¿cómo negar que matar a miles de niños, a mujeres embarazadas, a jóvenes que cargan un fusil más grande que ellos, es exterminio? La ejecución diaria de hombres y mujeres, tratados como blancos de tiro, no concede recreo alguno. Entre tanta destrucción, ya no queda ni una flor que los maestros puedan mostrar a sus alumnos como recuerdo de que alguna vez existieron.

El inicio de curso político prometía un alto el fuego, un respiro en medio del dolor. Pero los líderes —todos con nombre y apellido— se reunían a reflexionar sesudamente mientras, al mismo tiempo, los gazatíes morían de hambre, de sed y de desprecio. La imagen que llegaba era la de gobernantes que simulaban sudar por la paz, aunque nunca pensaron en ella.

El único que públicamente dijo no a las armas fue Pedro Sánchez. Esa imagen de soledad merece ser recordada. Y sí, en Gaza se comete un genocidio, aunque se intente disfrazar con eufemismos. Buscar la palabra en el diccionario es inútil: cada sílaba suena como un disparo contra la conciencia.

Qué difícil resulta entender esta alta política que trata a pueblos enteros como si fueran muñecos de Playmobil. Muñecos que nunca tendrán recreo para comerse una simple galleta. En lugar de alimentar una infancia que debería convertirse en juventud, se les condena a desaparecer bajo morteros y balas. Para siempre.

Todos, no solo los gazatíes, hemos perdido la hora del recreo. Y la Iglesia tampoco encuentra un momento para detenerse y pensar qué ocurre en el mundo, quién necesita ayuda hoy. Palabras y más palabras, pronunciadas incluso en la Plaza de San Pedro, no alimentan a los hambrientos. El Vaticano se enreda en intrigas, incapaz de decidir nada. Es el signo de los tiempos: tampoco allí hay tiempo para un recreo de serenidad, ni para enfrentarse a los problemas que no llevan nombres solemnes como pastoral, concilio o encíclica.

“Genocidio” es una palabra dura, pero insuficiente para nombrar lo que ocurre en Gaza. Por muchas reconstrucciones soñadas, no habrá niños para ir a la escuela, ni mujeres dispuestas a engendrar hijos para la muerte, ni hijos que acepten morir sin haber vivido.

Sería estupendo que existiera un Superman capaz de repartir bofetadas a esos políticos que evitan pronunciar la palabra prohibida. Pero ese Superman se quedaría sin manos de tanto repartir entre la crème de la crème política.

Guste o no, el presidente Pedro Sánchez no parece tener miedo de llamarlo por su nombre: genocidio. Y eso es, a día de hoy, una vergüenza para el mundo. l