Se observa desde hace tiempo un retorno del proteccionismo, a derecha e izquierda, con distintas razones y decisiones, pero con un resultado similar en lo que se refiere al grado de integración global. La fragilidad de las cadenas de suministros se hizo muy visible con motivo de la crisis de los microchips; la guerra de Ucrania puso en cuestión la dependencia que Alemania tenía del gas ruso. Se acumulan las razones para poner en marcha operaciones de desacoplamiento que permitan depender menos de otros.

Se abandona progresivamente también la idea de un comercio que acaba beneficiando a todos, integrador, conforme a reglas y de suma positiva. El actual capitalismo es el de una multitud de actores que juegan a la soberanía y cuyos intereses no pueden ni quieren estar alineados. Se trata de un capitalismo predador, rentista y ostensiblemente violento, entregado al puro juego del poder, que ha dado lugar a una nueva ola de imperialismo territorial. El ejemplo más grotesco de ello es la pretensión de Trump de hacerse con Groenlandia y el Canal de Panamá.

La conflictividad actual tiene su origen en una convicción ideológica cuidadosamente alimentada y que Arnaud Orain ha llamado “capitalismo de la escasez o de la finitud”. Si “no hay para todo el mundo”, estamos en juegos de suma cero, y este convencimiento vale lo mismo para tratar de impedir la migración como para desmontar las instituciones globales. Esa convicción es el resultado de un profundo pesimismo en cuanto a las posibilidades de integración social en virtud del crecimiento. Examinadas las cosas desde el punto de vista de la sostenibilidad ecológica, la conciencia de los límites no es nueva y supone un avance en lo que se refiere al uso de recursos y la reflexión crítica acerca de nuestro modo de consumo y modelo de crecimiento, pero aquí se trata de otra cosa: de una renuncia a concebir lo social como un multiplicador y de poner a la competición por encima de la cooperación. La conciencia de la finitud no conduce a este tipo de capitalismo a la lógica de lo común sino a la de lo privativo, no al ahorro sino al acaparamiento.

Con la ideología de la escasez, se cuestionan dos instituciones que el liberalismo había considerado centrales: el mercado y la propiedad. Peter Thiel, uno de los inspiradores del actual tecnofeudalismo norteamericano, defiende los monopolios expresamente porque la expectativa de beneficios monopolítiscos (de una duración en el tiempo asegurada por un Estado al que dicen detestar), parece ser lo único capaz de promover la innovación.

No confiar en los mecanismos del mercado es lo que lleva a preferir un modelo de pillaje, saqueo y rentismo. Han renacido viejos modos de predación, una nueva ola de expoliación territorial, desde los fondos marinos hasta el espacio, unas pretensiones agresivas sobre los recursos considerados estratégicos: la codicia de las tierras raras (adjetivo que alude a la escasez), la biopiratería que se apropia indebidamente de los recursos genéticos, la guerra de patentes en el fondo marino con el fin de registrar organismos para desarrollar aplicaciones médicas o energéticas, zonas de influencia, satélites, datos digitales, con el objetivo de obtener beneficios fuera del principio de competencia.

Para entender la novedad de la situación actual hay que compararla con la narrativa típica del orden liberal que exaltaba el valor añadido de la innovación y el conocimiento. Ahora el mundo bascula hacia el acaparamiento y todo se juega en disponer de los recursos necesarios. La renta no es un beneficio sino una ganancia que proviene de detentar o controlar un activo escaso: tierra, parque inmobiliario, plataforma digital... Estamos ante una “economía del desastre” (Naomi Klein) que mira más a la especulación que a las inversiones productivas, donde las materias primas críticas se han convertido en los recursos estratégicos, no la generación de valor a través del conocimiento o la tecnología.

La carrera en busca de las materias primas ha incrementado de hecho las actividades extractivas en detrimento de las de mayor valor añadido, en una suerte de reprimarización de la economía. En los últimos veinte años se ha duplicado el volumen de los metales extraidos en el mundo; de aquí a 2050 se prevé una multiplicación por cinco o diez de la producción minera. No es que la provisión de las materias primas sea un requisito para el crecimiento de una economía con alto valor añadido; el saqueo de esos materiales escasos pone de manifiesto lo poco que nos creemos ya que el conocimiento sea el principal recurso de nuestra economía.

Este es el contexto en el que la Unión Europea tiene que tomar hoy sus decisiones más difíciles. Habiendo tenido como único horizonte la apertura económica, el poder blando y la democracia liberal, ahora se encuentra ante la tesitura de un mundo para el que no estaba pensada, con unos juegos de poder que ya no son cooperativos sino de puro conflicto. Puede ser que Europa no haya comprendido bien la envergadura de los cambios que se están produciendo y siga creyendo que la relativa armonía interior en la que vive le permite seguir renunciando al poder. Que no pensáramos apenas en una mayor integración política o en la dimensión de la seguridad tenía cierta coherencia en aquel mundo, pero es insostenible en el nuevo espacio de predación postliberal. 

Catedrático de Filosofía Política (Fundación Ikerbasque para la Ciencia e Instituto Europeo de Florencia). Acaba de publicar ‘Una teoría crítica de la inteligencia artificial’, Premio Eugenio Trías de Ensayo