Vivo obsesionada con cuál será la ocurrencia del día de Donald Trump. Pensaba que ya había alcanzado mi máximo nivel de incredulidad, pero no. Con lo de los aranceles al aluminio y al acero, lo he vuelto a superar.
A estas alturas, todos sabemos que tiene una fijación con poner aranceles a todo lo que no sea Made in USA. Lo que nunca imaginé es que pudiera soltar semejante festival de mentiras para justificar su última jugada: declarar una guerra comercial con medio mundo.
Como quien comenta el tiempo mientras se toma un café, camino a la Super Bowl y desde el Air Force One, anunció que impondría aranceles del 25% al acero y al aluminio extranjero como represalia a los aranceles que, según él, castigan a EE.UU. Es decir, se viene una guerra comercial en toda regla.
No es la primera vez que lo intenta. En su primer mandato, allá por 2018, Trump ya impuso a la Unión Europea un arancel del 10% al aluminio y del 25% al acero, desatando un conflicto comercial. La UE, ni corta ni perezosa, respondió con aranceles a productos tan estratégicos como el bourbon, la mantequilla de cacahuete y los arándanos (porque si hay que dar donde duele, que sea en el desayuno americano).
Con la llegada de Biden, la situación se relajó: EE.UU. retiró los aranceles a cambio de limitar la importación de acero y aluminio a 3,3 millones de toneladas. Este acuerdo sigue en vigor hasta el 31 de marzo de 2025, por lo que la justificación de Trump para resucitar los aranceles es tan falsa como su bronceado.
Sorprende que 76 millones de votantes estén dispuestos a jugarse el equilibrio comercial del mundo por volver a sentar en el Despacho Oval a alguien con la mecha tan corta como el hilo de su corbata. Pero claro, esto es América, donde todo es posible… incluso que un tipo que ha quebrado casinos dé lecciones de economía.