LA primera vez que oí los sonidos de un acordeón, como tantos otros niños vascos, fue en alguna romería o verbena, en mi caso de Mungialdea. Era música popular, alegre y disonante, interpretada por personajes populares, a veces estrafalarios, como aquel de mote Van Looy a imitación de su ídolo, el gran ciclista flamenco. La trikitixa fue mi segunda experiencia, esta vez más completa puesto que León y Maurizia no solo tocaban la triki y el pandero, sino que ella también cantaba con un estilo vivaz, casi salvaje, que luego ha sido reconocido como precursor por los cantautores vascos actuales de los más diversos estilos.

Se evaporó esa música; ¿estoy despierto o sueño? (John Keats)

Con la trikitixa, la música de acordeón subió un peldaño si hablamos del lugar donde se interpretaba, ya no solo ante la ermita o en la plaza, también en el escenario. En nuestro pueblo, en el cine Matxin, así llamado en recuerdo de quien bajo las órdenes del almirante Andrea Doria luchó contra el pirata Barbarroja quien le hizo preso y decapitó por “no quererse tornar musulmán”. Y fue precisamente en el cine Matxin –ahora un supermercado de Eroski– donde hace cuarenta años escuché por primera vez a la Orquesta Sinfónica de Acordeones de Bilbao bajo la dirección del maestro Josu Loroño.

¿Una orquesta?

Loroño era pariente del otro Jesús Loroño, gran ciclista; observarán que el artículo me va sobre ruedas. Josu era un músico entregado y visionario. ¿A cuenta de qué una orquesta de acordeones? ¿No era una pretensión, un acto de piratería, introducir, así como de contrabando, un instrumento popular entre la gran música orquestal? Yo conocía de antes a Josu Loroño, era el padre de Asier, mi compañero de carrera y de correrías políticas. La política era cosa corriente en la casa de los Loroño-Mugarza. Recuerdo con detalle la tarde del 20 de noviembre de 1975, Franco recién muerto. La pasé en casa de Asier, todos contentos porque aquella muerte era esperanzadora y todos en tensión porque también era inquietante. ¿Qué pasaría?, nos preguntábamos. Josu, hombre formal y un tanto imponente en todos los aspectos, opinaba que a trancas o barrancas el pueblo vasco saldría con bien. Asier y yo éramos más partidarios de “a barrancas”, y ustedes ya me entienden.

Aquel hombre no era pues un pirata, ni musical ni de cualquier otra disciplina, pero su proyecto fue visto como un anhelo de otra era, una nostalgia equivocada, un ruralismo fuera del tiempo. Y quienes así pensaban se equivocaron en todas las notas, desde el do hasta el si. Aquel concierto en el cine Matxin fue mi descubrimiento de una fuerza entusiasmada, un vigor interpretativo, un tsunami (por entonces desconocía esa palabra) musical que envolvía el salón y nos hacía a los asistentes partícipes de la alegría de los intérpretes y lo inteligible de su música, pues era una música hecha para ser entendida, así en directo, sin intermediarios.

Fallecido Josu, he seguido la carrera de sus hijos, ahora Amagoia y Asier pues Aitor desapareció de mi radar hace algunos años. La Orquesta sigue una órbita parabólica ascendente. El tiempo juega a su favor y su repertorio variado en lo temático y cosmopolita en lo musical, ha conseguido alcanzar el sueño de Josu, hacer de una banda de acordeones una orquesta sinfónica. El mismo sueño que experimentamos los asistentes a los conciertos de la Orquesta de Acordeones de Bilbao cuando finaliza un concierto, cuando se evapora esa música. ¿Estoy despierto o sigo soñando?, nos preguntamos.