AQUÍ estoy porque he venido...”, frase oportuna expresada por Manuel Irujo, dirigente de EAJ/PNV y del movimiento nacionalista vasco del siglo XX. Le tocó ir y venir desde su Lizarra natal a los límites todos de Euskadi, Nafarroatik Euskadira, que fue su lema, y de Madrid, París, Londres y América entera, para regresar, tras 40 años de expatriación, a su Nabarra y morir en Iruñea. Su cuerpo casi centenario se reintegró a los de sus padres bien amados en el cementerio de Lizarra, pueblo que representó con honor y dignidad desde una fe política que escogió no tan solo por imperativo familiar, sino por vocación de servicio al bienestar y desarrollo económico y social de su pueblo, avalado por los votos obtenidos en su dilatado ejercicio político.
Poseía el don de la expresión verbal y escrita y lo utilizó para comunicarse con los suyos y los otros en sus primeros pasos como político bask nabaro. Aceptó ser ministro en principio sin cartera de la Segunda República española, condición impuesta por el gobierno republicano que necesitaba exhibir ante Europa un hombre de valores incuestionables como eran los de Irujo, para conceder el Estatuto de Autonomía en aquel octubre de 1936, estallada la Guerra Civil tras el golpe militar. Irujo lamentaría siempre, exclamando hasta su última hora: “Fui el precio del Estatuto”, pero como le era propio, sacó fuerzas ante una situación desagradable poniendo en funcionamiento una de las cosas más admirables de su quehacer político y humano: salvar vidas en el Madrid convulso al que hubo de volver –en protesta ante la dilación de otorgamiento del Estatuto, renunció a su cargo de diputado, 1934–, exclamando: “Se acabaron los paseos”. Y en verdad, sí que estaba solo ante el peligro.
Irujo nos regresó el pasado viernes 29 de septiembre a Irujo Etxea de Lizarra, en la presentación de la tesis doctoral de Patxi Agirre Arrizabalaga: Manuel Irujo: cristiano, demócrata y vasco, publicada por el Ministerio de Justicia de España. La obra, fruto de un estudio profundo del personaje, consta de 288 páginas de letra menuda, contiene índice detallado y extensa bibliografía. El autor enfoca un Manuel Irujo según su percepción, señalando ese remontarse diario de la pesada carga impuesta por la humana condición y la adversidad política, apartando de sí el desaliento, retándose a maniobrar en un espacio de vitalidad y buen hacer, apuntalándose en sus principios cristianos. Se empeñó en salvar vidas en aquella apocalipsis de la guerra donde, mermada la compasión, no cabía el perdón y se desdeñaba el canje. Organizó, pese a medios escasos, una red de salvamento eficaz de Madrid a Valencia. No se trataba tan solo de beneficiar a unos, sino a cuantos pudo. Una de las frases que surgió de su corazón y estuvo en sus labios hasta la última hora, expresaba su pesar por no haber podido salvar a Fortunato Agirre, su alcalde de Lizarra, su amigo desde los tiempos en que ondearon un Estatuto Vasco Navarro, 1931, removiendo con ilusión el viejo anhelo basko de unión nacional, roto a principios del milenio, presente en el corazón del pueblo.
Agregaba, con esa mirada de sus ojos azules en la que cabía tanta desolación, que en Etxarri Aranatz los batallones carlistas de Araba, Bizkaia, Gipuzkoa y Nabarra juraron los Fueros ante el comandante Zumalakarregi. 1833. Cada quien su ley y todos porque era la ley común. Aquellas guerras causaron muertos y exiliados, pobreza y desolación, reflexionaba, prefiriendo la forma pacífica de defender las ideas de la Gamazada de Nabarra, acción en la que intervinieron su padre Daniel, el euskalerriako Aranzadi Izkue, Sabino Arana Goiri. Que había que portarse como buen basko porque si no... ¿Cómo mirar a los ojos a Elvira Ariztizabal, la ejemplar viuda del alcalde Fortunato? Esa mujer que sobrellevaba la carga de profundo dolor y gran desvalimiento con admirable entereza. Estampa de un pueblo muchas veces machacado, nunca no rendido, aseguraba, volviendo al presente de aquellos años de finales de los setenta, pero recorriendo la historia de su vida y la de su pueblo con la mirada sagaz de arrano beltza.
Su padre Daniel, hombre clave en los inicios del nacionalismo vasco, inyectó doctrina en el cuerpo nacional basko operando como abogado defensor de Sabino Arana, acudiendo al Derecho para librarlo de la prisión que le amenazaba con su alegato: defensa de un patriota. Manuel se crió en una familia fiel a los ideales que desde el viejo carlismo abrió el portón del nuevo nacionalismo. Desde la tradición se enfrentaron a una revolución en una Europa militarista luego democrática, en la cual Irujo creyó desde sus comienzos. Nosotros, los baskones, y era su teoría, estábamos antes, como dijo un basko a un escocés que se jactaba de su antigüedad. Quizá la vejez nos hace sabios.
Estábamos y seguimos empeñados en la defensa de nuestra ley porque la sabíamos, la sabemos, buena, y de cuyas cualidades escribió Irujo uno de sus libros mas perfectos: Instituciones jurídicas vascas, Editorial Ekin, Buenos Aires. La oportunidad de Irujo combina con la aparición de Irulegiko eskua, trayéndonos de dos mil doscientos años atrás, ese símbolo de bienvenida en el euskera que hoy, tras cientos de años de persecución oficial, se hace oficial en las cámaras de Madrid y Europa. Aunque me sigue resonando en el corazón la voz timbrada de Irujo en lo que fueron sus últimas palabras: “Mi única constitución es Gora Euskadi Askatuta”.
Escritora y bibliotecaria