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Mesa de Redacción

Arantza Rodríguez

Redactora

La isla de mis tentaciones

QUIEN más y quien menos ha oído hablar –no me pongan cara de abonados a los documentales de física cuántica– de La isla de las tentaciones. La primera vez que escuché el nombre del programa me imaginé en un islote en plan náufrago de Forges –la edad es lo que tiene–, pero con una palmera pinchada en la arena blanca, una tumbona, un libro de tres cuartos de kilo y una tableta de chocolate negro para mí sola, que ya ven qué pringue si se derrite. Pues, oigan, nada que ver con el reality, donde varias parejas ponen a prueba su fidelidad rodeadas de tentadores de carne y hueso. La única similitud, la arena y las palmeras, aunque nadie se fije en ellas. Ni rastro de literatura. Bullicio constante. Y las tabletas, en formato six-pack en los cuerpos de los jóvenes. A algunas y algunos les atraen esos abdominales. Será porque aún no han probado a reposar su nuca sobre esas tablas de planchar para contemplar la puesta de sol. Donde esté una barriguita mullida y unas buenas onzas 80% cacao... En fin, que, tras un visionado transversal por causas laborales de fuerza mayor, me duele la cadera de contemplar tanto perreo a ritmo de reguetón fuera y dentro de las sábanas. En mi islote suena Ella Fitzgerald y solo muevo la pelvis para darme la vuelta en la hamaca. Los concursantes lamen nata de los cuerpos de los tentadores, pudiendo hacerlo de un helado, y se restriegan hielos con la boca, cuando todo el mundo sabe que son para la piña colada. l

arodriguez@deia.eus