Esta especie de apocalipsis zombi del que nos advierten los mismos que aspiran a hacerse de oro vendiendo sus remedios caseros para evitarlo tiene su más reciente episodio en la reforma del delito de malversación

Se suma a la reforma del Poder Judicial, la legislación penal contra la violencia machista, la sedición y la destrucción de España como unidad de destino en lo universal. Y, como en las mejores pelis de serie B, las causas de tanto desmembramiento de la ciudadanía quedan en un segundo plano y no hace falta explicar cómo empezó la civilización a sucumbir a mordiscos.

No es que no daba preocuparnos que el frenesí legislador del último año patine a veces en la improvisación y la sensación de que la prisa y el gran titular arrastran a errores que añaden carnaza a la bacanal apocalíptica. Hay leyes que podrían haberse hecho mejor y la experiencia legitima la duda. Ahora, con la malversación, la prioridad debería ser que en la reforma no queden agujeros por los que se filtren tipos delictivos. Malversar es apropiarse de patrimonio público y administrarlo deslealmente. Que no sea igual hacerlo para beneficiarse uno o a terceros o, incluso, a una causa considerada noble, es significativo pero no menos delictivo.

Pero, mientras debatimos sobre eso o sobre si es o no lícito que se legisle para favorecer a los condenados por el 1-O en Catalunya, nadie recuerda los primeros mordiscos, los que contaminaron todo. Los que judicializaron la política y doblegaron la voluntad ciudadana de los catalanes con recursos al Constitucional en lugar de acogerla con reformas que amparen el consenso político. Es cierto: se busca que la política desactive la dinámica judicial y que esta no suplante al proceso democrático. Ojo a los que avisan del error de amputarnos un miembro mordido porque demasiadas veces son los mismos que le afilan los dientes al monstruo.