NO es una cuestión teórica ni baladí. Afecta profundamente a la construcción de una convivencia basada en la verdad y en el respeto. Precisamente, por ello, es uno de los “lugares comunes” más extendidos y repetidos en amplios sectores de la opinión pública: “todas las opiniones son respetables y tienen el mismo valor”.

A este principio están unidos los participantes de cualquier debate, sobre todo cuando se trata de asuntos económicos, políticos o sociales, respecto a los cuales no cabe apelar a una autoridad reconocida. Por todo ello, nos preguntamos si son también respetables e indiscutibles las opiniones que afirman, que “no todas las opiniones son respetables”.

Nos encontramos aquí con un verdadero dogma de lo que se cree políticamente correcto para una convivencia democrática normal, pues quien se atreva a poner en cuestión este principio, es objeto de todas las condenas y tachado de reaccionario, aguafiestas, fascista y peligroso totalitario.

En esta forma de pensar, “todo es respetable”, se cuestiona la existencia y la posibilidad de conocer la verdad, y tener una información objetiva sobre determinados asuntos, como el fundamento mismo de la democracia e, incluso, que se puedan defender algunos principios morales con vistas a construir una convivencia estable. La afirmación de que “todas las opiniones son respetables” nos lleva al más absoluto relativismo moral y social, extendiendo la idea de que si “todo vale…, nada vale, pues todo es igual”. Otra cosa muy diferente, es el debido respeto a la dignidad de las personas concretas. No confundamos los términos: una cosa es el respeto y la consideración a la persona y otra diferente es el respeto a lo que piensa, dice y hace esa persona.

La verdad y el respeto a la persona

A veces, resulta amarga la defensa de la verdad y el respeto a la persona. Pues no se debe aceptar sin más lo que esa persona opina y defiende, aunque le respetemos y defendamos su derecho a decirlo. Es necesario superar una superficial amistad o una pretendida “buena educación”. Viene bien recordar este sabio consejo: “Amicus Plato, sed magis amica veritas”. Frente al tópico al que aludimos, la fundamental exigencia social, política, jurídica y moral de la libertad de expresión, inherente a la dignidad de la persona, no se extiende sin más al contenido de lo que dice y piensa esa persona. Por todo ello, la repetida afirmación de que todas las opiniones son igualmente válidas, es falsa. Reiteramos de nuevo: aunque respetemos el derecho del otro a exponer y defender sus ideas, no por eso aceptamos que debemos darlas por buenas o asumirlas.

Nadie tiene derecho a silenciar a otro, aunque tenga razones para pensar que tiene derecho a hacerlo. En consecuencia, nadie puede decir que no se le respeta como persona por el hecho de que no se acepten sus ideas u opiniones.

Hoy desgraciadamente, nos encontramos con grupos que se autoproclaman progresistas y revolucionarios; defensores, en teoría, del respeto de todas las ideas; pero que no tienen reparo en contradecirse tratando de silenciar a quienes critican las suyas, apoyándose en el poder político o en la presión de la calle.

Todas las opiniones, bien sean aceptables o rechazables, portadoras o no de alguna verdad, han de considerarse ante todo criticables, lo que exige que sean expuestas públicamente y asumir todas sus consecuencias. El respeto a la libre manifestación pública de las más diversas ideas, no es solo signo de respeto y libertad, sino una señal para el progreso del conocimiento humano. Es la libre expresión de nuestras ideas lo que nos permite dialogar, hablar, concordar, para buscar pactos y acuerdos.

Función social del diálogo

Aunque no todas las opiniones son sin más aceptables y algunas no lo son, (son infinidad las que sufrimos todos los días, envueltas en amenazas y graves descalificaciones, aunque algunas sean auténticos disparates), la persona concreta tiene derecho a expresarlas y debatirlas aceptando todas sus consecuencias. Solo así, ceder, redefinir y concordar es avanzar en una convivencia sincera. Todo ello, todavía muy necesario en la Euskal Herria de nuestros días, donde la confrontación, la descalificación, el insulto y la media verdad son una constante.

Lo que de ningún modo sirve para cohesionar un pueblo es la permanente acusación, el insulto y la descalificación por sistema, el criticar sin razones al contrincante político y social, destruyendo su imagen pública, pues ello degrada la vida política de ese país y destroza la convivencia.

Aunque resulte dura la reiteración, comienza a ser atosigante e irritante tanto odio y deseo de imposición en nuestras relaciones sociales. Hay que educar al pueblo con el ejemplo y el respeto mutuo. En este sentido, todavía tenemos un largo camino que recorrer en nuestra vida cotidiana. Sobra arrogancia y enfrentamiento continuo y falta colaboración. l

* Etiker son Patxi Meabe, Pako Etxebeste, Arturo García y José María Muñoa