PARECIERA que todo ha cambiado en dos días. Es tan líquida la actual política, que hasta resulta posible. Anuncia Sánchez sin estudio previo alguno ni norma legal que lo sustente un hachazo a las ganancias de eléctricas y entidades financieras y suenan clarines y trompetas con alborozo en esa izquierda que no deja de tirarse de los pelos. Volvemos a entendernos, dicen con el pulso recuperado. Desbarra Feijóo agradando a los halcones del PP con el trampantojo del dolor de las víctimas de ETA –que no del terrorismo– y empiezan a flojear las piernas de los eufóricos que se lo imaginaban ya sentado en La Moncloa. En realidad, el reto viene ahora. Hay que pasar a limpio las intenciones. El papel de la tribuna lo aguanta todo. La elite del Ibex, no tanto.

Para recuperar la iniciativa, Sánchez siempre elige el elixir de la ideología. Es su mantra preferido para fustigar al contrario. Le dio tan buen resultado en la cruenta batalla del liderazgo socialista que se ha apoderado del método. Desde entonces, siempre lo tiene a mano. Un día recurre al Valle de los Caídos porque la exhumación de los restos de Franco sabía que siempre desata pasiones, otro elige la vía de la Memoria Democrática porque sabe que todavía hay nostalgia de las dos Españas, y en los momentos de apuro como hasta el martes, se pone del lado de los pobres para empitonar las ganancias de los ricos siquiera un par de años.

El resultado de la estrategia, demoledor. El PSOE, y con él el espíritu de supervivencia en el poder de Unidas Podemos, respira aliviado después de caminar desazonados tras el batacazo de Andalucía. Hay partido por jugar, avisan a la derecha.

Crece la expectación y hasta fluyen las apuestas sobre la viabilidad del hachazo fiscal a las energéticas y bancos. Más allá del ruido mediático y de la ilusión recuperada en un espectro mayoritario de la Cámara, cunde el escepticismo sobre su solvencia. Puede ser un fiasco. La capacidad de sortear el impacto de este impuesto se antoja pan comido para la inteligencia contable. Vaya, que el presumible ingreso de 7.000 millones en dos ejercicios suena a triste entelequia. Sin embargo, Sánchez nunca saldrá perdiendo. Si saca adelante su osada propuesta, tanto tiempo anhelada desde el entorno de los más vulnerables, será paseado merecidamente bajo palio ciudadano. En caso contrario, si los balances encuentran sus más que previsibles subterfugios para dejar el gravamen reducido a un pago testimonial para la galería, el líder socialista siempre tendrá el recurso de señalarlos como enemigos a las arcas del Estado.

Hasta entonces, la inflación seguirá haciendo estragos. No es descartable que la preocupación por la cesta de la compra y la luz de cada día vuelvan a dejar sin argumentos la sempiterna confrontación ideológica a la que estamos condenados. Es decir, que vuelva a reproducirse el factor Ayuso de la pandemia. Entonces los votos premiaron la solución económica y dejaron el debate sobre la derecha a los derrotados de la izquierda hasta en el cinturón rojo de Madrid. No es difícil de prever que durante más de un año las consecuencias sociales de la crisis económica lleguen a causar tal desazón social que acaben por determinar la suerte de las elecciones generales.

Queda mucho tiempo, incluso para los errores. Feijóo, por ejemplo, sigue teniendo el viento demoscópico a favor y, en cambio, parece decidido a flagelarse sin obligación aparente. También es posible que haya acusado la maniobra efectista de Sánchez porque le recorta el campo de maniobra y, sobre todo, le deja la marca de los dientes para cuando lleguen a los cuerpo a cuerpo electorales. El presidente es mucho rival, sobre todo cuando se le siente herido. Además, si le falta cuajo, te acabas curtiendo entre socios rebeldes, pandemia, volcán, guerra e inflación.

Y, por supuesto, siempre te quedará Catalunya. Así, Sánchez se permitirá acabar su jubiloso julio reunido con Pere Aragonès para demostrar que el recurso del diálogo es mucho más rentable que el porrazo, aunque no se vaya a pasar de ahí por mucha presión independentista que se desate. En todo caso, la vida institucional catalana augura sobresaltos.

Más allá del nuevo giro experimentado en la situación de Puigdemont, su valedora más desafiante, Laura Borràs, no deja de pelearse con los valores democráticos. Su enfurruñado propósito de atarse a la pata de la Mesa del Parlament aunque tenga que comparecer en un juicio oral acusada por corrupción resulta desolador. l