Pasó el fin de semana de la memoria de Miguel Ángel Blanco y el riesgo de pasar esta página del 25 aniversario de su asesinato mal leída puede materializarse antes incluso de que el calendario se cumpla. Porque es el miércoles la vergonzosa efeméride pero, para entonces, estaremos inmersos en un debate en el Congreso que pintará el día con otras intenciones.

Es lamentable que no haya margen al error cuando uno anticipaba lo que sería el manejo de los sentimientos. Y curioso cómo, mientras en Euskadi muchos gestionamos las vergüenzas propias preguntándonos si hicimos todo lo posible, si fuimos todo lo contundentes frente a la barbarie de ETA, otros muestran las suyas, exhibicionistas que nos persiguen con su impudicia ética.

Es tan previsible todo que a nadie le sorprende ya que la nueva izquierda radical independentista porte la herencia de la rancia y no haya superado el estigma de la tibieza. O que la encarnación del espíritu de Ermua arrastre las cadenas del fantasma de la manipulación política por boca de Aznar y condicione de nuevo, por gusto o por inercia, a un Núñez Feijóo que resume su propuesta de renovación del PP en el compromiso público de derogar la Ley de Memoria porque haya sido pactada con EH Bildu.

El flaco favor que se hace a la memoria de Miguel Ángel Blanco es precisamente que, quien no quiso ser nunca símbolo de nada, y menos a costa de su vida, no pueda ser solo punto de encuentro ético y deba seguir siendo herramienta ideológica. Que de tan obsceno uso de su figura para criminalizar ahora a Sánchez como antes al nacionalismo democrático vasco, vuelvan a dejar en segundo plano un crimen brutal, repugnante, y perdamos en el espectáculo a una generación que debería sentir la conmoción por una injusticia cercana y con rostro por buscar un rédito particular. Siguen haciendo antipedagogía democrática.