L hater descansa feliz porque sabe que ha hecho de este mundo uno peor confiando en que alguien le reconocerá su esfuerzo. Su práctica, desde la cobardía y/o el anonimato, sobre todo virtual, ha quedado interiorizada en nuestras vidas como si nada pasara. Pero tampoco es nueva. Ya en la Edad de Oro literaria Góngora acusaba a un joven Quevedo de ser pésimo traductor de las obras griegas, además de burlarse de su cojera. Un deporte universal del todo punto rechazable que ha sido manoseado para rellenar horas de tertulia de bar en los espacios mediáticos más diversos a cuenta de la patriótica elección eurovisiva y los ataques a la artista escogida. Como si el gremio eurofán fuera un ejército de desalmados a punto de invadir no se qué esfera. La hipérbole ha cruzado el umbral de lo ridículo hasta en las mesas redondas que creen haber inventado el periodismo y solo ha servido para construirle al ente público el relato que necesitaba para ponerle la guinda a su enésimo agravio. Un ejercicio de revictimización al que se han prestado todos, señalados y afectados, cuando se sabe que el odiador se desvanece en cuanto se le ignora porque necesita armas con las que alimentar sin pausa su teclado. Sin ir más lejos, ¿acaso no se destila haterismo desde los escaños del Congreso o desde el asiento de un campo de fútbol? Obvian en Prado del Rey que han querido tapar el sol con un dedo, y que lo tienen ya desgastado.

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