LARA, airada y estentórea, en la singular manifestación que quince mil personas celebraron en Bilbo, se escuchó la consigna "Urkullu kanpora!". No me consta que ese lema sea habitual en las múltiples concentraciones que vienen celebrándose por las calles de Euskal Herria en los últimos tiempos, pero lo considero un salto cualitativo en la intención de algunos sectores por deteriorar la imagen del lehendakari y su Gobierno. Que se tratase de una manifestación extravagante en la que se mezclaron negacionistas, antivacunas, contrarios al pasaporte covid con banderas, pancartas y esvásticas, no resta envergadura al "váyase señor Urkullu" que en el acto se voceó.

Cuando aún faltan dos años para el final de la legislatura en Euskadi, los devastadores efectos de la pandemia en las áreas sanitarias, laborales y económicas y el revolcón social que ha causado el virus es lógico que hayan afectado a los responsables de buscar fórmulas adecuadas para hacerle frente. Por supuesto, en este caso, el Gobierno que preside Iñigo Urkullu se ha visto obligado a tomar decisiones sobre la marcha y sin ninguna certeza ante una avalancha de situaciones inéditas que afectaban de forma grave a toda la población, al dilema de optar por salvar la estructura económica del país o asegurar la salud, o arriesgar en el intento de sincronizar ambas sin satisfacer por completo ni a unos ni a otros. Dos años cabalgando el tigre desgastan al responsable más curtido, y la oposición lo sabe. Y lo sabe tan bien, que evita cualquier asomo de consenso político ni aprobación de sus decisiones.

La dificultad de dar con la fórmula correcta, la propia dinámica de "ensayo-error" y sus inciertas consecuencias son terreno abonado para estimular la reprobación de la oposición, que no se da tregua en agudizar el desgaste del Gobierno sea cual sea la decisión que tome en cada caso.

Es el momento, además, de sacar a la luz carencias y negligencias que pasan inadvertidas en la normalidad. Nunca como ahora habían quedado tan al aire las deficiencias de la sanidad pública, denunciadas y amplificadas por sindicatos y opositores políticos, a veces con más intención de pura denuncia política que de interés por su resolución. Es el momento de sincronizar las declaraciones críticas con la reiteración de trasladar a las calles la protesta a través de manifestaciones, concentraciones, pancartas y lemas voceados por megáfono. Es el momento del cálculo electoralista, en la convicción de que ha llegado el momento del relevo de un lehendakari y un Gobierno que suponen noqueados tras dos años de desgaste.

No es fácil conocer el alcance que todo este cúmulo de dificultades está teniendo en la solidez de ánimo del Ejecutivo vasco, aunque sí se puede predecir que la oposición seguirá siendo implacable en su estrategia de desgaste. No se puede olvidar que en un año tendremos elecciones municipales y forales y en dos las autonómicas, por lo tanto seguirá tensionándose el ambiente político. Mala señal sería que la obsesión por el desgaste de quienes gobiernan persistiera en decibelios pese a que -aunque a trancas y barrancas- se hubiera dominado al virus y recuperado la normalidad.