lO leí en alguna parte y no me pareció descabellado. Estamos volviendo a tiempos bíblicos, a épocas donde la radicalidad religiosa, la superchería y las crisis de identidad lo anegaban todo. Según el Génesis, en aquellos días remotos, Gomorra ostentaba el canon de la depravación, la ruindad y la inmoralidad. Ahora, pongamos que hablo de Madrid. Las únicas palabras veraces que suelta Esperanza Aguirre por su boca son las que pronuncia cuando no hay cámaras ni micrófonos delante. Ahí es donde reside su verdadero hábitat, un espacio entre murmullos y deslices imprudentes que desvela las luchas clandestinas por el poder. “Insaciable, vanidosa, ignorante y miserable, con una ambición incontrolada. No conozco a ningún personaje con poder político y económico que tenga un comportamiento más alejado de las prácticas democráticas”, decía de ella J. A. Zarzalejos (El Confidencial).

Pero Aguirre y su heredera Cifuentes, rubias sacerdotisas de la depredación, no son el problema pese a encarnar la apoteosis de la mentira. Con casi doscientos procesos judiciales a sus espaldas y la nueva imputación del juez de la Audiencia Nacional García-Castellón (tan sorprendente como esperada), no les queda más remedio que enfrentarse a la verdad, o eso esperamos los que aún creemos en el estado de derecho.

Es necesario que la ominosa etapa de Aguirre y Cifuentes sea enterrada y precintada en un sarcófago nuclear (propongo el sótano de Génova 13 como emplazamiento). Este país no puede permitirse la continuada burla nacida del siniestro tamayazo (2003), un vodevil repleto de imposturas que inauguró la era del saqueo, la corrupción y la falsedad, pero sobre todo la impunidad. Parte de esa clase política, del PP en particular, debe someterse a una catarsis que destierre definitivamente el serial de fechorías propio de la delincuencia organizada. Repugna ver en TV a ídolos caídos como Ignacio González, Francisco Granados o la misma Aguirre escurriendo el bulto en sede judicial o ante los micrófonos de la prensa con argumentos pueriles, entre risitas cómplices y desparpajo adolescente cuando se les pregunta por la corrupción. Es intolerable que, detención tras detención, trama tras trama, escándalo tras escándalo, dirigentes del PP sigan diciendo que se trata de casos aislados que solo afectan a los procesados, de temas del pasado o, cuando la situación judicial apesta, proclamen con vehemencia tolerancia cero a la corrupción, arrancando un impostado estruendo de aplausos desde la bancada popular del Congreso, para que luego aparezca Álvarez de Toledo ante los medios a despachar una de sus clases magistrales -esta vez sobre presunción de inocencia- con esa sobredosis de engreimiento más propia de una villana de la Marvel que de una portavoz parlamentaria.

No hace mucho, Pablo Casado se presentó como la renovación necesaria, haciendo un ejercicio de funambulismo entre el viejo y el nuevo PP. Para ello, fio todo a nuevas caras desvinculadas del periodo más obsceno de su partido (casi toda la existencia del mismo), pero el júbilo le duró poco con la elección de Isabel Díaz Ayuso presidenta de la Comunidad de Madrid. Todo indica que la larga sombra de la corrupción también planea sobre ella.

Ya tuvimos una Transición. Para algunos fue insuficiente. Para otros, ejemplar. Y para los menos, inexistente. Sea como fuere, la era dorada de Esperanza Aguirre hace referencia a un periodo sombrío y cenagoso que es necesario dejar atrás. En vez de hacer política de servicio público, la lideresa eligió la impostura, cabalgando a través de la corrupción de sus subordinados y de sus propias mentiras mientras dirigió la Comunidad de Madrid entre 2003 y 2012. Antes fue ministra de Cultura, luego presidenta del Senado y siempre chulapa verbenera con claveles y mantón de Manila en ristre. Pero todo indica que la zarzuela de Aguirre toca a su fin.

Siendo objetivos, era bastante inverosímil que la Dama de Hierro cañí, dicharachera y reinona del desparpajo, que tan pronto era vista en las campas de San Isidro como conducía una tuneladora del metro, fuera ajena a las tropelías que realizaban sus empleados bajo manga. Con todo, lo más bochornoso de ese pasado reciente es que Aguirre, a pesar de todo, era intocable, o peor aún, ajena a los desmanes que se fraguaban a su alrededor, ejecutados por los suyos para beneficio político de ella. En más de una ocasión juró y perjuró que jamás se embolsó un duro de dinero público. Y puede que fuera cierto, pero queda meridianamente claro que lo que ella perseguía no era fortuna, sino poder. El dinero, tal vez algo demasiado sucio para su noble abolengo, lo dejó en manos de sus vasallos.

Pero el pasado siempre vuelve. Esperanza Aguirre y Cristina Cifuentes acaban de ser imputadas por la financiación irregular del PP de Madrid. Dos expresidentas que han sido los pilares del partido en la villa y corte ahora investigadas por su presunta participación en la trama Púnica, el segundo gran fiasco de la corrupción del PP junto a la trama Gürtel. No faltan agoreros que vaticinan un cierre en falso del caso. De hecho, Aguirre tiene más vidas que un gato, si bien esta vez lo tendrá algo más complicado. A instancias de la Fiscalía Anticorrupción, el juez ha destacado su papel decisivo y esencial en la búsqueda de recursos ilegales para las campañas electorales, lo que la deja en una complicada situación procesal.

En Cifuentes, sin embargo, la imputación es más leve. La acusación recae sobre la adjudicación irregular de la cafetería de la Asamblea de Madrid a un grupo propiedad del expresidente de la patronal madrileña Arturo Fernández. Pero con el sonrojante espectáculo del máster y el hurto de los tarros de pomada, es impensable su regreso a la escena pública. Ambas fueron claras representantes de un modo inaceptable de ejercer el poder que ponía a las instituciones al servicio del partido, de su red clientelar y de sus ambiciones, comportamientos políticos sobre los que ahora deben pronunciarse los tribunales, siendo la Justicia la que esta vez determine sus verdaderas responsabilidades en la trama. Pero más allá de lo que estipule la sentencia firme, la carcoma de este país ha sido (y quizá siga siendo) el problema de una sociedad excesivamente complaciente con su clase política y bastante ciega el día de las urnas. Lo que, en román paladino, se llama banalización de la democracia.* Escritor