ANA Botella sale indemne de la venta de viviendas sociales a fondos buitres, punta de un iceberg de mucho mayor volumen, pero que alcanza a su familia directa y eso como que no. Está feo señalar, lo sé, pero su marido fue presidente de gobierno y alguno de sus hijos se ha beneficiado de esos negocios inmobiliarios poco decorosos.

A quienes destruyeron los discos duros de los ordenadores de Bárcenas los absuelven con una actuación de la fiscala que parecía que el autor del delito era la víctima que comparecía en calidad de testigo -¿por qué se retiró del ejercicio de acciones?- y una sentencia que por lo que se ha hecho público no tiene desperdicio: falta de pruebas y la doctrina de in dubio pro reo, en la duda a favor del acusado.

Visto con una cierta distancia, es como si la sala ese día estuviera compuesta por miembros de la dirección del PP empeñados en absolverse a sí mismos. Me encuentro entre quienes están convencidos de la politización de un amplio sector de la magistratura española, algo que en el fondo tiene su lógica, en la medida en que representa a una ciudadanía más conservadora (y reaccionaria) que otra cosa.

A Esperanza Aguirre la han imputado, por fin, en el caso Púnica; y a Cifuentes, también; pero el PP se ha apresurado a enarbolar la presunción de inocencia y a rasgarse las vestiduras con lo que, por muy filtrado que sea, es del dominio público. Mientras tanto, Aguirre, la indefensa, como viene siendo habitual, se cierra en banda y lo niega todo. Siempre lo ha hecho. Su compañera en el disfrute de la charca pepera, Cristina Cifuentes, también niega y niega y sonríe. También negaba en el caso de su máster imaginario y en el hurto de las cremas, pero al menos por el asunto del máster le espera un juicio penal como boca de lobo.

El PP es un partido que está manchado, que cada vez está más claro que se ha financiado ilegalmente por mucho que rehúyan las condenas y que se sostiene por los votos de quienes no se puede considerar de otra forma que como cómplices necesarios, y por los medios de comunicación que apoyan y tergiversan y dan cobertura a los fraudes silenciándolos, minimizándolos, negándolos también. Son cientos los imputados. En la cárcel están o deberían seguir cargos de indudable importancia mientras que los procedimientos ligados a la corrupción y a la financiación ilegal siguen su curso, pese a los abundantes escamoteos, encubrimientos y chicanas procesales.

Llama la atención que no se contemple la figura del crimen organizado porque la dichosa charca con sus muchas ranas canoras que cantan en modo reñidor, hace mucho que tiene traza de una red de familias mafiosas.

Aguirre acumula un ramillete de acusaciones graves: malversación, falsificación de documentos, prevaricación, cohecho, tráfico de influencias, fraude y falsedad electoral? No es poco. La policía científica ha llegado muy lejos; el juez instructor, también. Ahora falta que lo haga la sala que las juzgue.

Extraña charca de ranas esa que más parecía un festín de Baltasar del que todos los participantes en mayor o menor medida se han beneficiado. Pueden algunos no haber sacado directamente dineros opacos, pero sí se han aprovechado de la sombra del que sacaban otros en negocios fabulosos, empresas públicas innecesarias convertidas en trampas para la administración, en actos públicos que hablan de su megalomanía. Por no hablar del modo en que se han hecho las campañas electorales. Está claro que se sentían por encima de las instituciones del Estado.

Ante este siniestro panorama ya viejo, cabe preguntarse: ¿Por qué? ¿Cuál es el origen y el futuro de esta rebatiña que ha calado más hondo de lo que parece en la sociedad española y la empuja a aceptar con más entusiasmo o despreocupación que fatalismo, lo que es inaceptable? ¿Siempre se ha robado en la cosa pública? Total, si ellos roban por qué no tú, en tu pequeño o gran negocio. ¿Es el fraude sistemático una forma de vida española? El riesgo es que esta situación se haya instaurado entre nosotros como el cuento de nunca acabar, una lacra que empaña la vida pública para siempre entre la certeza y la sospecha permanente de falta de honestidad.