ESA es la valoración más frecuente que se suele hacer cuando se juzga la relación que tuvo la Iglesia en el País Vasco con la organización terrorista ETA; la más frecuente, porque se le acusa también de complicidad como lo hicieron recientemente los actuales obispos de estas diócesis al pedir perdón “por las complicidades, ambigüedades y omisiones de nuestras iglesias ante el terrorismo de ETA”.

Ha transcurrido aún poco tiempo desde que ETA decidió disolverse para poder recoger todos los aspectos de la historia de una organización que surgió para defender las libertades del pueblo vasco y acabó siendo su verdugo y opresor.

En los comienzos, aquellos jóvenes despertaron el interés de gran parte de la población. En algunas parroquias se les prestó apoyo para celebrar reuniones y otras actividades. Era lo mismo que estaban haciendo con las organizaciones sindicales y políticas que se movían en la clandestinidad. Solo la Iglesia tenía libertad para celebrar reuniones y solo ella disponía de locales para desarrollar sus actividades. Por otra parte, en aquellos primeros años, ETA no era lo que luego llegó a ser y si algunos curas y parroquias protegieron a algunos de sus miembros no fue, en la mayoría de los casos, por apoyar sus ideas nacionalistas sino por defender sus derechos humanos negados por aquel régimen dictatorial.

Hubo errores, sin duda, y actitudes ingenuas que no permitieron descubrir el alcance de lo que allí se estaba gestando, pero con el apoyo a las organizaciones sociales clandestinas se quería hacer ver que había otra Iglesia que no estaba con los vencedores sino con los vencidos.

En los últimos años de la dictadura, los sindicatos y partidos en la clandestinidad, aunque no apoyaban las acciones armadas de ETA, tampoco las condenaban porque debilitaban el régimen dictatorial y eso era beneficioso para sus intereses políticos y sociales. La Iglesia en el País Vasco, sin embargo, las condenó desde un principio y lo hizo con firmeza. Ninguna persona de buena voluntad podrá poner en duda esta postura recogida en numerosas publicaciones. ¿Por qué, pues, se sigue valorando de ambigua y equidistante su actuación?

Hay, a mi entender, una razón que pretende justificarlo apoyándose en los escritos de los obispos que, en muchas ocasiones, extendían su condena a otras violencias que también se ejercían por parte de las Fuerzas del Orden, que fueron responsables de detenciones arbitrarias, torturas y muertes. Aquel régimen no toleraba que se dudara de la legitimidad de sus acciones represivas y por eso afirmaba que condenar aquellos “excesos” era apoyar al terrorismo porque, como se proclamaba, no había términos medios: o se estaba con ETA o se estaba con el gobierno del Estado. La Iglesia, sin embargo, defendía que había que condenar la violencia “venga de donde venga” y así lo hizo con valentía. En aquellas terribles circunstancias, la defensa que hizo la Iglesia de la vida y de la dignidad de todo ser humano, aun cuando fuera un terrorista, fue una contribución a la consolidación de la democracia y a la defensa de los derechos humanos. Al actuar de esta manera, lo hacía sin duda guiada por la convicción creyente de que la condición de hijos de Dios confiere a toda persona una dignidad que no debe ser menospreciada.

Pero hay otra cuestión que explica la acusación que se lanza contra la Iglesia en el País Vasco. Para muchos políticos y gobernantes, el sustrato que originaba y alimentaba la acción terrorista era el nacionalismo. Si se deslegitimaba el nacionalismo vasco, ETA desaparecería. Y en esa deslegitimación se buscaba el apoyo de la Iglesia por su prestigio ante el pueblo vasco. Pero para la Iglesia el nacionalismo vasco era una opción política legítima como otras muchas en las que los cuidadanos podían organizarse libremente. Como lo afirmaron los obispos hablando de los diferentes modelos políticos en la carta pastoral Preparar la Paz: “Mientras se respeten los derechos humanos y se implanten y mantengan dentro de cauces pacíficos y democráticos, la Iglesia no puede ni sancionarlos como exigencia ética ni excluirlos en nombre de esta”.

La Iglesia condenaba la violencia de ETA pero no negaba la legitimidad del nacionalismo vasco y repetidas veces proclamó que ningún objetivo político, por legítimo que fuera, podía justificar el secuestro y el asesinato como medios de presión para conseguirlo. Eso siempre quedó claro en las declaraciones de los obispos.

Lo que no quedó claro fue el acompañamiento de las víctimas que tuvieron que vivir su dolor en el silencio y en el olvido de las instituciones. Como ha sido ya documentado, fue tarde cuando la Iglesia, en los documentos oficiales de los obispos, se hizo cargo de la situación de las personas que sufrieron las consecuencias de aquella cruel violencia. No servirá de justificación pensar que ninguna otra institución las tuvo en cuenta en aquellos primeros años, porque la Iglesia, siendo fiel al espíritu de Jesús, su Maestro y Señor, tendría que haber tomado la iniciativa poniéndose del lado de los que sufrían la muerte de sus familiares y amigos. También es verdad, aunque no sea fácil de comprobar, que muchas de las víctimas encontraron en la comunidad cristiana de sus parroquias apoyo y consuelo en el acompañamiento y en la celebración cristiana de los funerales. De aquellos gestos de cercanía y solidaridad no se hizo publicidad, pero eso no quiere decir que no existieron.

Esta historia de terror que vivimos durante 50 años requiere más tiempo para ser valorada justamente en todas sus dimensiones. Yo también lo necesito para hacerme cargo de todo lo que vivimos y sufrimos y de las responsabilidades que pudimos contraer con lo que hicimos y con lo que dejamos de hacer. Pero en este momento, con los datos que recuerdo y que me he atrevido a publicar, no creo que se pueda afirmar con justicia que la Iglesia en el País Vasco fuera equidistante ni ambigua, y menos aún cómplice, frente a ETA.