HÁBITOS y tradiciones nos convierten en personas de costumbres. Y siendo verdad, como dijo Honoré de Balzac, que el matrimonio debe combatir sin tregua un monstruo que todo lo devora, la costumbre, no es menos cierto que la tradición, en según qué pueblos y qué circunstancias, es un valor apreciado, muy considerado. El peñón de San Juan de Gaztelugatxe pertenece a esa raza, la de los símbolos imperecederos. Es por ello que a los más habituales les asuste la masificación, el aluvión de turistas. Como si entrasen en el salón de casa unos desconocidos, aunque vengan con buenas intenciones, se descalcen para no manchar y traigan unos pasteles o una botella de vino como agasajo. Dan miedo.

Nada agravia tanto a los hombres como ir contra sus ceremonias y costumbres. Gaztelugatxe es un templo que mira al mar, el santuario de los arrantzales. Y aunque verlo como escenario de Juego de tronos, pongamos por caso, asombra e ilusiona como sacar un cum laude o lograr un ascenso, no es menos cierto que provoca vértigo. Por esos los pueblos limítrofes con esa república de los mares piden a la política entrante que vigilen y que lo hagan bien. Temen que la avalancha eclipse el encanto.

Les piden atención porque saben que la costumbre disminuye la admiración, y una mediana novedad suele vencer a la mayor eminencia envejecida. Convivimos con Gaztelugatxe y junto a otro buen puñado de rincones mágicos o extraordinarios de nuestra tierra y existe el riesgo de que el símbolo, por la repetición del hábito o del paisaje, se desgaste. Por eso el pueblo pide a quien gobierne que sí, que piense en la modernidad que nos traerá el futuro pero que no descuide las viejas cosas del ayer que tanto amamos.