DURANTE 2018, en conmemoración del 60º aniversario de la Nakba, la catástrofe, como es conocida entre los palestinos, o lo que es casi lo mismo, la creación del Estado de Israel, los palestinos llevaron a cabo una serie de movilizaciones para revindicar el derecho de retorno de los palestinos exiliados. La fatídica fecha no solo representa un pesar, sino que encarna la doble injusticia contra el pueblo palestino. Cuando la ONU, por la confluencia de diferentes intereses durante la Guerra Fría, reconoció a Israel como Estado, cometió el gran error de olvidarse de los palestinos. Jamás debió aprobarse dicha resolución sin antes haber contado con otro plan atendiendo a la otra parte afectada, una que hubiese podido evitar o, al menos, invalidar estos años de conflicto y drama. En fin, como consecuencia de estas movilizaciones conmemorativas palestinas de carácter cívico, Israel fue respondiendo como hace siempre: mediante la intimidación y la fuerza expeditiva.

El resultado de tales incidentes ha sido recogido en un informe elaborado por una comisión independiente cuyo balance final es: 189 palestinos muertos (entre ellos 35 menores, dos periodistas y tres sanitarios) y 6.100 heridos entre el 30 de marzo y el 31 de diciembre de 2018. En dicho informe se responsabiliza al Ejército israelí de lo sucedido. En otras palabras, indicaba que hay fuertes indicios de que se han cometido crímenes de guerra, pues “las fuerzas de seguridad mataron y causaron mutilaciones de manifestantes palestinos, que no representaban una amenaza inminente de muerte o de lesiones para terceros, cuando fueron tiroteados, y que tampoco participaban en acciones hostiles”. Así que queda recogido y documentado que las acciones de los militares israelíes fueron una respuesta desmesurada a la amenaza que (no) representaban los manifestantes. No se trató de una lucha entre dos ejércitos en conflicto, ni mucho menos de terroristas que pretendían hacer saltar por los aires la artificial frontera creada por Israel. No. Eran civiles. El único delito de los integrantes de la Gran Marcha era desafiar las medidas draconianas impuestas por Tel Aviv de prohibir el acceso a la línea de frontera.

El informe también admite que por la parte palestina hubo provocaciones y acciones de cierta violencia, pero no para que pudiera darse, desde luego, este baño de sangre. Queda ahora que la Alta Comisionada de Naciones Unidas para los Derechos humanos, Michelle Bachelet, presente el caso a la Corte Penal Internacional para proceder a encausar a los responsables. También se debe instar a Israel a llevar a cabo una autocrítica, pero la inmediata respuesta del ministro de Exteriores israelí, Israel Katz, fue contundente refutando las conclusiones de la comisión investigadora y negando la mayor. El ministro insiste en que esto es una obsesión persecutoria antiisraelí y que lo único que hicieron sus soldados fue defender sus fronteras y a sus ciudadanos. Como pueril argumento señalaba que lo único que se pretende es “desacreditar a la única democracia de Oriente Medio”. Pero ¿por qué? Katz se olvida de que este es un estribillo muy conocido, pero no da razones que expliquen y den respuesta a esta manía persecutoria. Israel nunca comete ningún acto ilegal, tan solo se limita a defender su integridad y a los israelíes.

Sin embargo, la realidad palestina es demasiado descarnada para creer en tales endebles argumentos ya repetidos como una cantinela hasta la saciedad. La ONU ha de condenar y tomar medidas para frenar estas políticas israelíes en los territorios palestinos. Es verdad que el Ejército, el Tzahal, es una de las instituciones más valoradas por los israelíes por lo que representa en su seguridad, pero eso no evita preguntarse si, a la luz de los hechos, su manera de actuar es la correcta y no acrecienta más la espiral de violencia.

Con todo, este victimismo israelí no es capaz de entender el porqué de las reacciones palestinas ni mucho menos empeñarse en restablecer los cauces de diálogo con aquellos palestinos que aspiran a vivir en paz. Al revés, el ultraconservador gobierno de Netanyahu ha cerrado todas las vías posibles, coartando y discriminando aún más a los palestinos israelíes, remarcando el carácter sionista de país y obviando que un estado democrático no puede basarse en la discriminación racial o religiosa.

A todo esto hay que sumar la situación desesperada que se vive en la Franja de Gaza, ahora de nuevo motivo de conflicto y enfrentamiento. Las condiciones de vida de la población han empeorado hasta unos límites de mera supervivencia. Solo cuentan con cuatro a seis horas de electricidad, el 90% de acuíferos se halla contaminado, miles de viviendas están afectadas por la guerra y no han podido ser reconstruidas por falta de medios (hasta los materiales de construcción son racionados), muchos hospitales están sin servicio por falta de medicamentos o energía para los equipos y, para colmo, el 80% de la población vive de una ayuda internacional que es férreamente controlada por Israel.

La situación en Cisjordania es algo mejor, pero este territorio está roto por los muros de cemento y las miles de colonias ilegales diseminadas por todo el territorio, con un control de su economía casi asfixiante por parte de su vecino hebreo y una dependencia de las aportaciones exteriores que le impide poder ser territorio autónomo. Este gris y áspero panorama no esconde tampoco que Hamás gobierna la Franja de Gaza con mano de hierro y que la Autoridad Palestina sostiene unos altos índices de corrupción. Pero ni las malas políticas internas palestinas, ni las miradas conspiranoides contra el Estado hebreo pueden justificar ni explicar el alto índice de muertos y heridos sucedido el año pasado. Israel no puede negar su responsabilidad. La situación no puede seguir así por más tiempo. El pueblo palestino vive en plena agonía y la ONU debe actuar y garantizar su existencia plena.