AUNQUE lo leía y lo admiraba, no llegué a escuchar personalmente al profesor Hobsbawm hasta unos pocos meses antes de defender mi tesis doctoral en la New School for Social Research de Nueva York, en un curso sobre Historia del siglo XX. Hobsbawm era profesor invitado en la New School, una Universidad esencialmente neoyorquina que siempre atrajo el mejor talento intelectual europeo, desde Erich Fromm y Franco Modigliani hasta, más recientemente, Jacques Derrida o Jürgen Habermas, por citar solamente unos pocos ejemplos. (Debo mencionar a Fernando de los Ríos, ministro socialista de la Segunda República y profesor de Ciencia Política en la New School desde su exilio hasta su muerte en 1948).

Como adolescente y joven veinteañero, fui testigo del fin de lo que Hobsbawm llamó “el corto siglo XX”, que termina con el colapso del imperio soviético. No estaba por entonces al tanto de la teoría postulada por críticos tan diversos como Francis Fukuyama y Jean Baudrillard de que habíamos llegado al “fin de la historia”, no sé si solo por el hecho de que muchas pequeñas porciones del Muro de Berlín se empezaban a usar como ornamento y homenaje en las casas de muchos europeos. Este inverosímil objeto de arte fue el símbolo de una época, y 1991, el año en que Eric Hobsbawm baja el telón en el corto siglo XX, fue en verdad un hito.

Pero no fue un final. El colapso del comunismo soviético puso fin a la Guerra Fría y al periodo de capitalismo versus comunismo como la narrativa ideológica dominante del siglo. Adoptando una perspectiva a largo plazo, Hobsbawm predijo que a la Guerra Fría se la consideraría no más significativa que las guerras religiosas de los siglos XVI y XVII o las Cruzadas. A pesar de que no le gustaba admitirlo directamente, por supuesto, el año también marcó innegablemente un final para los historiadores marxistas occidentales como él, que había aceptado la visión marxista central del fin del capitalismo.

Pero esta paradoja no era lo más importante cuando leí Age of extremes, el libro que Hobsbawm dedica al siglo XX. Me sorprendió mucho más la forma en que un historiador supremamente erudito comenzaba un tomo de 600 páginas con la afirmación de que, para él, “the short twentieth century” (el corto siglo XX) también era una autobiografía. Al detenerme en el contenido, parecía sorprendente, aunque cierto, que el escritor afirmara haber vivido durante el asesinato del archiduque Francisco Fernando, el desplome de Wall Street, los mítines de Nuremberg, el Holocausto, Hiroshima, el final del Raj, la Revolución Cultural, la crisis de los misiles cubanos, la guerra de Vietnam, el primer alunizaje, el funeral del ayatolá Jomeini, el fin del apartheid y el bombardeo de Sarajevo en la guerra de Bosnia.

Su infancia transcurrió en barrios pobres de ciudades portuarias británicas durante la Gran Depresión; sus años de adolescencia fueron devastados por la Segunda Guerra Mundial. Un abuelo sirvió en la marina mercante; una medalla de guerra tardía llegó durante los años de glasnost y perestroika, de mano del presidente Gorbachev. Hobsbawm logró su objetivo de convencer “al lector general ordinario con interés en el mundo moderno” de la relevancia candente de la Historia. En ¿Por qué leer a los clásicos?, Italo Calvino escribe que “la juventud dota cada lectura, como lo hace cada experiencia, con un sabor y significado únicos”. La Era de los extremos (Age of extremes), como todas esas lecturas, contribuyó en cierta medida a una experiencia única en mi vida. En la página 504 del libro, Hobsbawm usa precisamente la palabra “asesino” para describir las “dictaduras” de Stalin y Mao, junto con la frase “tiranías megalomaníacas” para describir el comunismo de Ceaucescu y Kim Il-Sung. Hobsbawm fue, con todo, marxista hasta el final, y ese hecho por sí solo lo convierte, automáticamente, en una figura altamente controvertida, en la muerte como en la vida.

A pesar de que fue reconocido principalmente como historiador del siglo XIX, discípulo de Marx y estudioso de las “revoluciones gemelas”, para mí su genio estriba en que fue un ser humano que vivió en tiempos casi exclusivamente tumultuosos, teniendo tanto el intelecto como la habilidad para interpretar el siglo XX para el lector general (El lector general a menudo se utiliza casi peyorativamente; para mí, simplemente significa personas interesadas en comprender el mundo). Hobsbawm ofrecía una visión retrospectiva y una visión de futuro mientras el mundo seguía retumbando a su alrededor, y esto por sí solo lo convierte en un consumado historiador.

Con 94 años publicó Cómo cambiar el mundo, su último libro (antes de fallecer en 2012), una versión abiertamente marxista del estado en el que nos encontramos en este momento. Resultó que la era de Hobsbawm se extendía incluso más allá del “corto siglo XX”. Niall Ferguson, en el otro extremo del espectro político, está de acuerdo en que “Hobsbawm es uno de los grandes historiadores de su generación”, argumentando que “su cuarteto de libros que comienza con La Era de la Revolución y termina con La Era de los Extremos constituye el mejor punto de partida que conozco para cualquiera que desee comenzar a estudiar historia moderna”.

Y, curiosamente, a pesar de su dependencia del izquierdismo intransigente, el propio análisis de Hobsbawm de lo que está mal en el mundo no radica principalmente en los sistemas económicos -aunque es evidente que Hobsbawm hubiera querido cambiarlos-, sino en las relaciones personales. Después de delinear el final del eurocentrismo y el advenimiento de la globalización como los desarrollos más significativos del siglo XX, Hobsbawm identifica “la transformación más perturbadora”: “la desintegración de los viejos patrones de las relaciones sociales humanas, y con ella, por cierto, el chasquido de los vínculos entre las generaciones, es decir, entre el pasado y el presente”.

Volviendo a estas palabras de Hobsbawm ahora, pienso en la generación que creció en los años 30. Esos niños y adolescentes no reconocerían por entonces “los valores del individualismo social” y la “sociedad que consiste en un ensamblaje de individuos que de otra manera no estarían conectados, persiguiendo solo su propia satisfacción, beneficio, placer” que Hobsbawm describe. Tristemente, lo reconocerían demasiado bien en sus vidas posteriores, pues así es como ha evolucionado el mundo, “particularmente”, como señala Hobsbawm, “en los países más desarrollados de la versión occidental del capitalismo”. Y así es como hoy nos hemos acostumbrado a escuchar de los mayores distintas versiones del adagio “cualquier tiempo pasado fue mejor”, que no es melancolía personal por los años de juventud sino el juicio atinado de quienes observan el futuro como una perspectiva sombría a pesar de la prosperidad creciente.

Quizá lo más sorprendente de Eric Hobsbawm, como historiador y como hombre, fue que a pesar de sus muchas fallas, y a pesar de haber vivido un siglo tan turbulento y opresivo, se mantuvo optimista acerca de la humanidad. Nadie en su sano juicio piensa que la Rusia soviética fuera una especie de utopía, nadie en su sano juicio piensa que Eric Hobsbawm pensara esto tampoco. La idea central a la que el historiador se mantuvo fiel fue que la victoria del capitalismo fue una derrota para la humanidad; él creía que debía haber una mejor alternativa.

Y con dos décadas de retrospectiva, podemos leer la conclusión de Age of extremes como algo notablemente profético: “Las fuerzas generadas por la economía tecnocientífica son ahora lo suficientemente grandes como para destruir el medio ambiente, es decir, los fundamentos materiales de la vida humana. Las estructuras de las sociedades humanas mismas, incluso algunas de las bases sociales de la economía capitalista, están a punto de ser destruidas por la erosión de lo que hemos heredado del pasado humano. Nuestro mundo corre el riesgo tanto de explosión como de implosión. Debe cambiar”. Hobsbawm fue un hombre que, mientras estaba a punto de irse, escribió un libro titulado Cómo cambiar el mundo.