Nunca he comprendido muy bien la mecánica tradicional de los Santos Inocentes. Lo primero que no entiendo es por qué unos niños, supuestamente bebés, asesinados por orden de un tirano caprichoso, reciben en bloque una corona de santidad, cuando dichos niños ni estaban bautizados ni tampoco, por supuesto, eran cristianos. Según el Evangelio de Mateo, la matanza tuvo lugar después de la visita de los Reyes Magos al rey Herodes, con lo cual la cronología navideña, que Flavio Josefo únicamente menciona de pasada, se evapora. En cualquier caso, supongamos que hubo una matanza de niños recién nacidos en Belén y alrededores sólo porque un rey idiota creyó que uno de los bebés -al que unos astrólogos hípster señalaban como el Mesías- iba a arrebatarle el trono. Supongamos que el santoral está correcto y que los pobres infantes tienen derecho a concursar junto a santos y mártires certificados con nombres y apellidos. ¿Qué tendrá que ver una masacre infantil, con la absurda tradición de llamar al timbre y salir corriendo o colgar muñequitos de papel en espalda ajena? ¿Son santos porque eran inocentes? ¿Ser inocente es ser santo? ¿La inocencia vale lo mismo para un degüello que para una guasa telefónica? Más allá del muñequito o de la caca falsa, las mejores inocentadas son las que, políticamente hablando, logran adoctrinar a un mayor número de ciudadanos. Los votos inocentes a veces pasan factura.
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