Volver a casa
LE digo que, siempre que pueda, vuelva acompañada; que prefiero que venga más tarde a que vuelva sola. Que si no, que me llame. Que no importa la hora que sea, que salgo a buscarla. Que no quiero que nadie le dé un susto, que ya sé que las calles de esta ciudad son seguras y que no vivimos en el salvaje oeste pero que yo me quedo más tranquila. Y ella también.
Puede ser un comentario, un gesto, una mirada y nuestro corazón se acelera. Salir de trabajar de madrugada, volver a casa tras una noche de fiesta, caminar con miedo y con ansiedad cuando tras cruzar una calle sentimos a alguien caminar unos metros por detrás. Aceleramos el paso y parece que nuestro temporal acompañante también aligera la marcha. Nos volvemos con cautela y comprobamos que es otra mujer con la que compartimos una mirada y ocultamos un gesto de alivio. Una escena demasiado habitual para ellas que pasa desapercibida para ellos. Un miedo con el que nos hemos acostumbrado a vivir, que es habitual, cotidiano. Un temor que se queda incrustado, que se aprende.
Porque se lo recordamos cada vez que tienen que salir a deshoras, porque nos lo recordamos cada vez que enfilamos solas esas últimas calles camino de nuestro destino. Cada vez que frente a nuestra casa no damos con la llave para abrir el portal; cada vez que tenemos que bajar a coger el coche de ese garaje donde se nos ocurrió aparcarlo. Con prevención, con angustia por lo que nos pueda pasar aunque nunca nos haya pasado nada.
Somos iguales, sí; tenemos los mismos derechos, sí. Pero a mí me sigue preocupando que ellas tengan que andar solas por ahí cuando ya ha anochecido o cuando todavía no ha amanecido y sigo sintiendo un cierto desasosiego, un no sé qué, cada vez que a esas horas tengo que atravesar las calles de una ciudad. A nosotras nos pasa, ¿y a vosotros?