IN extremis esperábamos el acuerdo. Lo reclamábamos. Lo anhelábamos porque la desazón había invadido nuestro ánimo. Cualquier tipo de acuerdo era mejor que dejar que las medidas amparadas por el ignoto artículo 155 tuvieran vía libre para ser aplicadas. Porque intervenir la autonomía, suspender a sus representantes, amordazar a sus instituciones, suponía un riesgo altísimo de fricción violenta. No ya de legitimidades, sino de fuerza pura y dura. Y despejar, de entrada, tal amenaza habría sido una actitud que la ciudadanía en general de Catalunya habría agradecido.
El jueves pasado estuvimos a tiempo de que la bomba de relojería del 155 se desactivara. El milagro estuvo cerca. Casi se hizo firme. Pero, una vez más, la desconfianza entre las partes, y empiezo a pensar, que la falta de sentido del deber de los responsables públicos concernidos, echó al traste la oportunidad. ¿Por qué fracasó la posibilidad de cese de hostilidades? ¿Vértigo? ¿Temor a no ser entendido por los propios? ¿Prevención a los reproches?
Si atendemos al binomio fundamental que hubiera posibilitado desatascar la amenaza -elecciones catalanas y desistimiento de la aplicación del 155- la ocasión era perfecta para alcanzar una tregua. Puigdemont habría salvado a las instituciones catalanas, habría ganado una nueva opción de diálogo y Rajoy, por su parte, habría conseguido blanquear su dañada imagen de la violencia policial practicada el pasado 1-O. La cuestión es que todo se vino abajo cuando ambas decisiones no fueron evaluadas por sí mismas sino por la lógica perversa del causa-efecto.
Y ahí es cuando el infantilismo de “tú convoca elecciones primero y luego ya haré lo que tenga que hacer” o, en sentido contrario “garantízame que no se aplicará el 155 y yo convocaré elecciones” hizo que el milagro se evanesciera. La desconfianza abortó la solución.
Cuando se anunció que el president de la Generalitat, sobre las 11.00 horas, sopesaba disolver el Parlament y convocar elecciones, una puerta se abrió. Se indicó hasta la fecha de los comicios. Y un suspiro de alivio pudo escucharse por doquier. Sin embargo, cuando las horas avanzaban y la anunciada comparecencia pública se atrasaba o suspendía, so pretexto de que “no existían garantías” ni contrapartidas al gesto, la inquietud y la zozobra volvió a los corazones. En paralelo, una propuesta a modo de enmienda en el Senado permitía paralizar el procedimiento contemplado para aplicar la excepcionalidad constitucional. Pero Rajoy, a quien le comenzaba a gustar el reconocimiento que los suyos hacían de su pose de dureza, interpretó que acceder al acuerdo era poco menos que la concesión de un chantaje y a él nadie le decía lo que tenía o no tenía que hacer. Y, una vez más, el uno por el otro, la casa sin barrer.
La secuencia de hechos es conocida por todos y de la esperanza de hallar una solución hemos pasado a la más negras de las hipótesis; el descalabro final.
Ayer -viernes- el Parlament de Catalunya y el Senado dibujaron el final provisional de un escenario diabólico en el que la razón de la fuerza se va a imponer a la fuerza de la razón. Espero equivocarme, pero tengo la impresión de que lamentaremos mucho la ocasión fallida.
La imagen que se ha empleado de choque de trenes puede resultar alegórica del grave impacto de la confrontación en marcha. Sin embargo, la realidad demuestra que el tren del Estado es mucho más potente y pesado que el catalán. Su impacto, por lo tanto, será mucho más duro y doloroso. Hará mucho más daño en el tejido catalán que este en el español.
Catalunya será intervenida. Sus instituciones, tuteladas. Sus representantes, cesados. Y, previsiblemente, perseguidos por una administración de justicia que actuará con saña al albur de la excepcionalidad. Quiéranlo o no, tendrán elecciones. Las convocará Mariano Rajoy. Si se descuidan, mañana mismo. Las formaciones políticas soberanistas se fracturarán. Algunas podrán llegar a ser ilegalizadas a la sombra de la conocida Ley de partidos.
Habrá resistencia. La mayoría, pacífica. Pero se tiene constancia ya de que hay reductos radicales preparados, de activismo y agitación que buscaría la violencia. Y en ese marco pensemos en lo peor. En la intervención represiva. En heridos? y quizá muertos.
Algún insensato ha llegado a teorizar que Catalunya debe mirarse en el espejo de Eslovenia. Un nuevo Estado en el horizonte europeo. Pero se oculta que Eslovenia alcanzó su independencia tras una guerra de diez días con la antigua Yugoslavia. Un conflicto bélico de corta duración y con aproximadamente más de medio centenar de víctimas mortales.
¿Realmente alguien piensa en esta locura?
Formalmente, y con una fórmula sui generis, Catalunya habrá declarado la independencia. Y proclamado la República catalana. Un Estado no reconocido por nadie. O, lo que es peor, solo por la Venezuela de Maduro.
Me temo que tienen todo que perder. Todo salvo la épica de un momento histórico. De un ejercicio decisivo en el que quizá no evaluaron bien los pasos a dar. O no evaluaron bien la fortaleza del adversario con el que iban a chocar.
Sí, el panorama es desolador. Puede parecer de ciencia-ficción, pero lo visto hasta ahora demuestra que todo lo que puede empeorar, lo hará.
Los nacionalistas vascos hemos acompañado a las formaciones políticas soberanistas catalanas allá donde ellas nos lo han pedido. Discreta pero lealmente. Aunque esa invisibilidad haya generado el reproche y la crítica fácil de quienes siempre buscan el desprestigio del PNV. Nuestro afán no ha sido tener protagonismo. Simplemente, ayudar a establecer puentes. Porque sabemos que también parte de nuestro futuro está en juego con Catalunya. Hemos sido respetuosos. Activos. Siempre dispuestos a colaborar para salir del atolladero. Y lo seguiremos haciendo . Aunque eso implique recibir las críticas de unos y otros. De quienes desde el balcón jalean y aplauden sin mover un dedo y nos tildan de equidistantes y de quienes, desde el otro lado, dicen que somos unos “inocentes bienintencionados”. Equidistantes sí. Porque siempre buscamos el punto medio sobre el que razonar. Sopesando todas las circunstancias. Y bienintencionados también. Porque hay demasiada impostura cuyas intenciones ocultas son aviesas e interesadas.
No, no ha habido milagro, aunque la realidad demuestra que cuando las circunstancias son más difíciles, cuando alguien está a punto de caer por el precipicio, se buscan asideros impensables, acuerdos imposibles que evitan el caos. Confío en que esa última oportunidad para Catalunya pueda llegar, evitando la fractura y el perjuicio que, según apuntan todos los indicios, va a padecer en los próximos tiempos. No creo en milagros, pero esta vez, por la gravedad del momento, no me resisto a confiar en que aún es posible un acuerdo.