VOSOTROS no sois una nación oprimida. Hace unos días estaba con los rohinyás de Birmania, ellos sí lo son”. Esto me decía un periodista americano mientras esperábamos frente al Parlament a que se iniciase la sesión del pasado día 10. “Se vive muy bien aquí.” Me comentaba otro de un canal británico. Ambos coincidían, al mismo tiempo, en criticar sin matices la represión policial del 1 de octubre. Creo que sus comentarios resumen muy bien cuál es la visión internacional sobre Catalunya, al menos de aquellos para quienes su situación es una noticia más que compite por unos minutos de atención.

Nacionalismo ¿Si se vive tan bien aquí, si no estamos oprimidos, por qué millones de personas llevan protestando desde hace años y fueron capaces de participar en un referéndum considerado ilegal por el Estado y duramente reprimido? Esa es mi primera réplica esperando, como en una jugada ensayada de ajedrez, la “respuesta habitual”: por nacionalismo (y toda la retahíla que, desde hace medio siglo, se asocia automáticamente a este concepto: egoísmo, bajas pasiones, instinto tribal). ¡Qué seguridad dan los conceptos allí donde no llega la información! Con cuatro palos se erige un análisis que, como pocas veces ocurre, en este caso comparten filósofos excelsos y gente del pueblo llano, en el extranjero y en España (sobre este tema el desconocimiento es parejo).

¿Cómo explicar, pues, en cinco minutos de telediario lo que pasa en Catalunya? Lo intento. Para empezar, distinción de urgencia entre nacionalismo e imperialismo. Nosotros no vamos. Ellos vienen: policías, manifestantes, oradores Nobel (Vargas Llosa) a decirnos cómo tenemos que ser y actuar. Sin pretensión de conquista alguna, el nacionalismo no es más que una reivindicación de reconocimiento: un estoy aquí que no se mueve de su propio territorio. Entonces, el interlocutor arguye: conquista exterior quizás no. Pero, ¿y la conquista interior? ¿La imposición de una lengua y un proyecto o identidad? Y resulta curioso que esas críticas surjan de monolingües y se dirijan a un pueblo totalmente bilingüe. Que se escuchen en un Parlamento en el que están prohibidas todas las lenguas menos una, y donde un ministro ha defendido con normalidad la necesidad de “españolizar” a los niños catalanes. Recuerdo que en el Parlament se hablan habitualmente, y sin necesidad de traducción alguna, catalán y castellano, reflejo de una sociedad plural y multicultural, con identidades múltiples.

De momento, le siembro la duda a mi interlocutor que se apunta mentalmente “revisar el concepto de nacionalismo”. Y, desde el pasado 1-O, empieza a sospechar que algo anda mal en un Estado que es capaz de reprimir así, llevarse urnas y reventar escuelas. O encarcelar preventivamente y sin fianza a los organizadores de múltiples movilizaciones masivas en las que jamás se ha visto ni un solo acto de violencia, acusándoles de sedición. Siempre lo he dicho: para explicar lo que pasa en Catalunya a un público internacional, conviene dedicar la mayor parte del tiempo a deconstruir su imagen de España. Por suerte, la posverdad no amenaza en este asunto a la prensa internacional como sí lo hace a la española: en el extranjero se han visto los heridos y no necesitan de ninguna declaración de los colegios de médicos catalanes para certificar su número, lo que ocurrió hace unos días como respuesta a la negación política de los mismos.

Dignidad Entonces, la pregunta sigue en pie: ¿por qué nos movilizamos? Buscando la máxima síntesis, he llegado a la conclusión de que una única palabra me permite responderla: dignidad. Sencillamente. La dignidad implica, individual y colectivamente, reconocimiento y emancipación. Te reconozco y me importa lo que quieras, en definitiva, respeto tu voluntad. Frente a ello, el Estado español nos niega sistemáticamente. Cada vez que se firma una sentencia del Tribunal Constitucional con la frase “por la autoridad que le confiere la Constitución de la Nación española”, cada vez que se pronuncia la expresión “el gobierno de la Nación” para referirse al de España, se nos está expulsando, se nos está negando, destruyendo. Nos querrían como unos pocos ciudadanos españoles que habitan cuatro provincias del noreste peninsular, pero somos un pueblo entero, una comunidad política. La discriminación empieza aquí: somos ciudadanos de segunda si no es posible ser ciudadano español de nacionalidad catalana. Curioso: hay quien en Madrid se toma mal que nos refiramos tan a menudo al Estado cuando ellos hablan de España. Es una crítica reveladora de quien no es capaz de distinguir entre Estado y Nación, y no valora el gesto de no querer mezclar las críticas hacia un Estado con el respeto por una Nación como la española.

La falta de reconocimiento no es solo un problema identitario sino sobre todo un problema de discriminación. La voluntad expresada por mayorías amplias en el Parlament catalán se ve constantemente laminada por otras mayorías en las Cortes (¡que tan poco coinciden con las catalanas!) y sus reflejos en el Tribunal Constitucional. Nuestro estilo de vida no se puede realizar, nuestros recursos no podemos administrarlos. Todo eso se resume con una bandera pero no es la bandera la que queremos salvar, sino el ámbito de libertad y dignidad que representa. Fijarse en ella para explicar lo que pasa en Catalunya es como mirar el dedo que señala la luna. El Estatut recortado es el símbolo de todo ello, pero solo si se entiende como la última gota que colma un vaso que lleva cientos de años llenándose. No, nadie se rebela contra un Estado por no aguantar sus discriminaciones durante siete años.

‘Remedial secession’ En este punto, mis interlocutores extranjeros empiezan ya a considerar la justicia de una remedial secession. No les gustan las independencias, pero quizás no haya más remedio. Sin duda, a nivel internacional la independencia será siempre una segunda preferencia. La primera, que las cosas se arreglen sin alterar las fronteras estatales. A nosotros nos ocurre lo mismo: la independencia para centenares de miles de catalanes era la segunda preferencia, pero la imposibilidad de la primera (una España plurinacional, un autogobierno real) ha modificado su posición. La pregunta es: ¿cuándo les pasará a ellos lo mismo? ¿cuándo abandonarán su primera (e imposible) preferencia?

Y aquí estamos. Esperando a que todo el mundo se ponga de acuerdo en su segunda preferencia. Sin duda, España es a quien le va a costar más. Somos su espejo. Me cuesta interpretar ese odio, esa catalanofobia, sin apelar a un complejo de inferioridad, a una honda frustración: nunca han conseguido españolizarnos. De otro modo no es explicable. Pero esos son sus fantasmas. No los nuestros. En el famoso cuento de Melville, el escribiente Bartleby repetía: “Preferiría no hacerlo”. Todos los actores implicados en la situación catalana preferirían no hacerlo: la comunidad internacional, España y Catalunya. Eso puede equivaler, en estos momentos, tanto al reconocimiento de la independencia de Catalunya, como a una automática represión. Pero solo al principio. Si se empieza por la segunda opción, y si los catalanes resistimos, a esos periodistas internacionales ya no habrá que explicarles nada más.