EN el Centro Vasco de Caracas, en una de las paredes del salón central, poco antes de llegar al comedor, había colgada una fotografía. Pregunté por ella y me dijeron que se trataba de Txomin Letamendi, socio del Centro Vasco, asesinado por la Policía española en los años 50. Casado con Karmele Urresti, prima de mi suegro, su historia siempre ha estado presente en la colectividad y en la familia e hice todo lo posible por ayudarle con algún dato a Kirmen Uribe cuando me lo solicitó para su novela de éxito La Hora de despertarnos juntos.

Es la historia novelada de una pareja vasca en la que él era trompetista y ella, enfermera de la petrolera Mobil. Se habían conocido en el Coro Eresoinka, ella cantando y él con su trompeta, para finalmente acabar en Caracas y volver a Euzkadi por indicación del lehendakari Aguirre. Cuando hablaba de estas cosas con Uzturre, él, que le conoció, le llamaba Turuta, que era la forma en que le conocían aquellos agentes de los Servicios Vascos en Madrid, donde estaban además Koldo Mitxelena, Sabin Barrena, Pello Irujo, Andima Ibiñagabeitia, Máximo Andonegi y otros más. Aparecen como un apunte en la novela de Kirmen, que describe situaciones como la de un Letamendi que tocaba su trompeta en Caracas -nada menos que en la famosa Orquesta Billos Caracas Boys- y a quien su trabajo como trompetista le daba una tapadera extraordinaria como agente vasco que obtenía información del embajador franquista en Venezuela así como otros importantes servicios.

Se pone uno a reflexionar sobre nuestros inmediatos antecesores y se colige que eran una estirpe curtida en situaciones inverosímiles. Oro molido por arriesgarlo todo de esa manera, hacían lo que fuera por Euzkadi. Lo que le costó la vida a Turuta, quien falleció en Madrid en 1951 producto de las torturas y palizas de la Policía española. Cuando, estos días, Covite habla de víctimas, estas son siempre las olvidadas.

Terminada esa lectura, recibí un correo del editor catalán Alejandro Dardik diciéndome que acaban de editar la historia de Frances Grau, soldado republicano catalán que acabó encarcelado en la plaza de toros de Logroño y en el campo de concentración de Miranda de Ebro, el último que cerró el franquismo en 1947. Me contaba que estaban presentándolo en diversos lugares y que querían hacerlo en Bilbao. Los catalanes, en ésto, lo hacen mucho mejor que nosotros. Trabajan muy bien sus temas y son sensibles a la hora de destapar una historia oculta, como la que me contó.

Me pedía que fuera a la pág. 70 y leyera lo que allí se había escrito. Lo hice. Quedé impresionado. Decía:

“A veces se formaba un corrillo ante el mapa de España pintado en la pared, donde a diario se trazaban las variaciones que tenían lugar en el frente de Cataluña, el único que ofrecía un movimiento continuo. De este modo, los prisioneros podían seguir el avance de las tropas nacionales y escribir a la familia reclamando avales para salir del campo. De pronto, sin aviso previo de ninguna clase, los golpes de vara indicaban que se había escogido un mal momento para detenerse a mirarlo. Otras veces, cuando los sargentos consideraban que la gente no cruzaba con la debida celeridad una puerta de la plaza -por lo demás demasiado estrecha para permitir el paso simultáneo de tantos hombres-, descargaban el garrote contra las espaldas de los que estaban más cerca, de forma que los bastoneados se afanaban en empujar a los de delante para que se dieran prisa.

Cierto día que el corneta se puso enfermo, los garrotazos hicieron de toque de diana con mayor eficacia que las notas del instrumento. El corneta enfermo fue reemplazado por un muchacho vasco de quien se decía que había estado a las órdenes directas del presidente Aguirre. Nunca llegué a entender por qué el presidente necesitaba a un hombre que supiera tocar la corneta. El caso es que aquel mozo protagonizó una de las escenas más impresionantes que vi en la plaza de toros de Logroño convertida en campo de concentración.

El muchacho se pasó el día interpretando los toques -con verdadera maestría, por cierto-, hasta que llegó la hora de ejecutar el himno nacional español. Ante los prisioneros formados en la arena, el corneta se negó en redondo a interpretarlo. Los sargentos echaron a correr al momento con las varas en alto.

A pesar de la amenaza, el chico se reafirmó en su actitud y aguantó, impertérrito, un chaparrón de garrotazos, tras el cual siguió negándose a tocar.

Los bastonazos se redoblaron, con tanta furia que a uno de los sargentos se le rompió el garrote y empezó a arrearle patadas. Una de ellas fue a parar a la entrepierna y derribó al muchacho como si fuera un saco. Los puntapiés se hicieron más intensos y se dirigieron allí donde más daño podían hacer.

Finalmente, le preguntaron si estaba dispuesto a interpretar el himno, y el chico hizo una ligera inclinación de cabeza. Le ayudaron a levantarse, lo apoyaron de espaldas contra la barrera y le pusieron la corneta en la mano. El silencio era tan absoluto que podía oírse el latido de los corazones de los prisioneros en formación en el círculo de la plaza. El muchacho levantó el instrumento con dificultad, se lo llevó a los labios, abrió la boca y vomitó un chorro de sangre que dejó la corneta teñida de rojo. Luego cayó, inerte”.

Terrible historia. Otro trompeta muerto salvajemente, como Txomin Letamendi, y del que desconocemos el nombre. Y me imagino que habrá muchos más. El hecho de que perdurara hasta 1947 aquel nefasto centro de apresamiento y salvajismo nos da cuenta del ensañamiento del régimen, que buscaba controlar, depurar y, en último extremo, eliminar a la población fiel a la República.

Los historiadores nos dicen que hubo nada menos que 200 lugares así, contando plazas de toros, escuelas, lazaretos, hospitales, etc, habilitados como centros de tránsito y detención así como de maltrato infinito. Llegaban en trenes de ganado, la comida era horrorosa, las palizas, continuas; el hacinamiento, la norma; el tifus y enfermedades de todo tipo eran la constante y el salir con vida o sin secuelas, todo un milagro. Hasta aquellos curas de la Cruzada, comenzaban sus sermones anticristianos diciéndoles: ”señores asesinos...”. Nos sabemos los nombres de Dachau, Treblinka, Sobibor, Auswitch y todos los campos nazis de la guerra mundial, pero nada sabemos de los campos de exterminio españoles que no buscaban la solución final contra los judíos, pero que no desentonaban en su búsqueda de romper cualquier oposición al régimen.

El libro de Grau, Cautivos y Desarmados lo presentamos el jueves 6 en la librería Elkar del Casco Viejo de Bilbao teniendo de fondo la llegada de la Korrika y de la Vuelta al País Vasco. Fuera bullía la gente y dentro, unas treinta personas recordábamos a aquella generación que murió sin haber visto reconocido absolutamente nada. En primera fila, la viuda de Grau y sus hijos, que habían venido desde Barcelona. A mi lado Pedro Ibarra, que hizo un buen análisis sobre lo que es la Memoria Histórica y lo poco que se está haciendo en este campo concreto. La única noticia que yo tenía de esta materia era lo oído en casa a mis tíos José Mari e Imanol, que habían estado en batallones de trabajadores, así como a mi aita sobre el grupo del PNV que se marchó a Venezuela porque los iban a ingresar en el campo de Gurs, cerca de Baiona, y por haber leído el libro de Joseba Egiguren sobre el campo de concentración de Orduña (1937-1939) que funcionó en el colegio de los Jesuitas donde estudiaron Sabino Arana, Manuel de Irujo y José Antonio Aguirre nada menos aunque no hay ni una bendita placa: la historia borrada y desconocida por todos.

Preparando la intervención en el acto, me enteré de que la Plaza de Toros de Logroño había sido derruida en 2002 y cómo un grupo quiso preservar el mapa al que alude la historia del trompeta asesinado. Lo trocearon en 34 piezas, pero el PP, el mismo partido tan sensible a las víctimas de ETA, lo mandó a un almacén municipal. Doce años después, en 2015, la asociación La Barranca logró recuperar el Mapa de los Presos. Decían los concejales del PP que carecía de valor. Lo mismo que nos decía Mayor Oreja sobre el bombardeo de Gernika: “No queremos hablar de lo que pasó en Gernika en el 36 porque este país tiene que saber mirar al futuro y para ello, en muchos casos, saber olvidar el pasado, porque el pasado es el miedo”.

En este Aberri Eguna, me encantaría que, en algún lugar, un trompetista tocara la impresionante Balada del Silencio en honor de estos dos héroes.