SI en España, Euskadi o incluso el conjunto de Europa se habla y polemiza sobre la identidad o las identidades, sobre las nacionales y/o territoriales o sobre las adscripciones simbólicas o nacionales, sentimientos identitarios, etc. etc? en los Estados Unidos -como bien se puede leer en el libro de ensayo El planeta americano, 1996- el debate en cuestión ha llegado a ser realmente obsesivo en los últimos años (ahora con Donald Trump quizás se pase de lo obsesivo a lo impredecible, o incluso a lo simplificadamente idiota). Mientras en Euskadi, en España o incluso en muchos lugares de Europa el ser o no ser es capaz de levantar espectros de sus tumbas, en los Estados Unidos la interrogante posee una auténtica concreción vital. Nadie cuestiona, en primer lugar, la existencia misma de América. América existe como un Dios, inmanente, omnipresente, incuestionable. América se concibe como la utopía en carne viva, el espacio cercado por la providencia, sin vislumbrar confusión alguna o duda. Bien pero, ¿quiénes son los verdaderos americanos? ¿Los blancos, anglosajones y protestantes? ¿Y no lo son los negros, los mejicanos o los inmigrantes en general de la última oleada? ¿Son americanos verdaderos los coreanos que venden fruta desde hace treinta años? ¿Pero no los taxistas colombianos o las manicuras polacas de hace escasamente una generación? ¿Cuánto de americanismo sanguíneo debe de darse en la analítica patriótica para poder ser asumido en las venas rojas de la patria? Muchas preguntas y alguna duda en las respuestas. Muchas cuestiones quedan en el aire sin poder ser determinadas o acotadas debidamente. América será una y nítida, pero los americanos son aglomeración.
Mientras en Europa se distingue todavía entre los europeos y los inmigrantes, en Estados Unidos todos son a la vez americanos e inmigrantes. Mientras en Europa continúa un guiso reposado y continuado, la comunidad de Estados Unidos se encuentra en plena fase de cocción (y ahora, con el nuevo presidente aún mucho más). Frente a la decantación de decenas de siglos, Estados Unidos es todavía destilación. Los estadounidenses no visitan mucho el extranjero -en vísperas de fin del siglo pasado, solo el 2% había visitado alguna vez Europa- quizás porque lo extranjero exótico y de interés lo tienen almacenado en su propia casa. Doblemente. Está metido en casa a través de la heterogeneidad de religiones, etnias y culturas que lo habitan. Y lo tienen cada vez más a mano porque el extranjero exterior es a su vez día a día un segundo ejemplar del material americano. En el sentimiento popular, el extranjero es un producto que se debe algunas veces soportar en su extraña diferencia y otras tolerarse en virtud de su inexorable proceso de conversión. Al fin, pasado el tiempo, se acabará reciclando en material americano, puesto que América, a qué engañarse, sería la perfecta condensación de la modernidad. En el pasado se pudo ser rumano o vietnamita, pero una vez allí, se es de América. En ninguna parte se ve más que en América el constante ondear de banderas: gasolineras, comercios, joyerías, restaurantes, porches de casas, cines, farolas, hoteles, bares, garajes, calzoncillos, pasteles, microondas, condones... cualquier cosa con los colores de los Estados Unidos. Bien, pero un 20% de los estadounidenses ignora cuántas estrellas componen la bandera; bien, pero el 60% de los hogares cuenta con una bandera presta para ondearlas en sus fachadas y a lo largo de todo el país existen comercios donde se venden emblemas, pósters, postales, chapas banderolas, fotografías de la historia de los Estados Unidos, sus próceres y sus efemérides. Y así los americanos que los visitan son a la vez turistas en su propia tierra.
La revista Time pronosticaba, en 1994, la futura cara de Estados Unidos: mientras en 1990 la población era un 76% blanca; 12%, negra; 9%, latina, y un 3%, asiática, para 2050 los blancos habrán descendido al 52%, los latinos habrán crecido hasta el 22%, los negros serán el 16% y un 10%, los asiáticos. En 1994, 56 millones de ciudadanos americanos tenían antepasados alemanes; 33 millones los tenían ingleses; 24 millones, africanos; quince, italianos; doce, mexicanos; diez, franceses, y otros 25 millones tenían raíces en Polonia, en Holanda o en los indios norteamericanos. Eran más de cien lenguas las que se hablaban en familias que profesan creencias que recorren toda clase de religiones. Mientras en una Europa desconcertada, testigo y destino de un progresivo y masivo trasiego de inmigrantes -provenientes del Magreb, resto de África, del Oriente Medio extremada y conflictivamente bélico e incluso de los antiguos países del este-, se plantea una aventura tan desesperada como incierta. Por cada un sin papeles detenido o detectado, tres lo consiguen y es difícil saber cuántas decenas de miles de personas, para vergüenza de la civilización occidental, han muerto miserablemente en las pateras cruzando el Mediterráneo. Cualificados medios socioeconómicos afirman que, debido al bajo crecimiento demográfico de Europa, se suscitará inevitablemente en los muchísimos más jóvenes países del Tercer Mundo una gran demanda de mano de obra en un futuro nada lejano, como ya ocurriera en centroeuropa con relación a los países del Mediterráneo después de la Segunda Guerra Mundial. Estamos abocados a un porvenir que se caracterizará por las sociedades de mestizaje multiétnicas y pluriculturales con lo que tendrá de replanteamiento de muchos previos actuales.
Por otro lado, según un informe de la ONU, más de 300 millones de indígenas pertenecientes a 5.000 colectividades viven, o malviven, en el mundo y luchan desesperadamente por sus derechos identitarios, lengua y cultura propias, por la posibilidad de vivir en mínimas condiciones de dignidad y justicia. Cualquier tentación de comparar con nuestra situación de vascos preocupados por nuestro futuro e identidad, hiere. El euskara, su enigmática supervivencia, sus inauditas travesías de desierto, su evolución, aportaciones y asimilaciones, múltiples relaciones con otras lenguas mucho más potentes, su capacidad de mestizaje, acoplamiento y adecuación dialéctica, y ello sin perder su ser e identidad más profunda y fundamental, es digno y cercano ejemplo de lo acertado e inteligente que supone un mestizaje enriquecedor.
Y de esa representación solidaria se derivará el refuerzo y la consolidación de un mutuo consenso, adhesión activa y voluntaria a la configuración de la nueva identidad surgida de la síntesis de los consensos de las voluntades de los heterogéneos. Sin esa adhesión voluntaria, por mucho poder político que tengamos los vascos, sin ese inevitable consenso de futuro de colectivos diversos, sin esa multirrepresentatividad de nuevas comunidades, en definitiva, sin esa voluntad activa de vivir conjuntamente y de querer construir una colectividad como suma solidaria multicultural y común, no hay futuro para nación vasca alguna, ni cultural ni política. No a las posiciones de autorrepliegue y rechazo a la cultura que viene de fuera, no a fatuas posiciones de absurda arrogancia cultural. No a la xenofobia o la autarquía, reflejo y manifestación de debilidad y poca fe en la casa de uno e incapacidad de acertar en valores culturales e identitarios de carácter universal. Gurutz Jáuregi, en su libro Los nacionalismos minoritarios y la Unión Europea, afirma: “La reconstrucción de una identidad cultural implica la necesidad de combinar memoria y proyecto, herencia cultural y racionalidad. Ello conlleva una doble exigencia, la de la conservación de un patrimonio y la apertura, a través de un proceso de desestructuración y reestructuración simultáneas”. Es decir, se trata de compaginar lo tradicional con lo moderno, porque la identidad y la cultura no son estáticas, se hallan sometidas a cambios continuos, se trata de visionar la singularidad de todos sus componentes. También en nuestra Euskadi, sí, entre nosotros/as, vascos y vascas. Sea.