Hasta principios de la crisis el asesor fiscal de prestigio era el que lograba que su cliente pagara lo menos posible, de acuerdo o no con las leyes. Defraudar constituía el deporte nacional y los evasores alardeaban de sus hazañas. Con la ayuda y colaboración de los inspectores que recibían instrucciones de los políticos para que fueran benevolentes y en su caso, que la sanción fuera “asumible”. Habrá que matizar que esa prudencia era de aplicación solo en los casos de propietarios de grandes fortunas, pues con el contribuyente de a pie no había misericordia: leña hasta que cante. Los buenos propósitos vinieron con la amnistía fiscal de Montoro para evitar que los defraudadores declararan ante los tribunales: fue tan obsceno, que el asunto adquirió dimensión internacional evidenciado que España era un paraíso fiscal. La UE, tan discreta y permisiva con las políticas fiscales de los estados mandó a los hombres de negro a revisar las cuentas públicas, emitiendo informes muy negativos sobre la fiscalidad española, obligando a los jueces a denunciar a infinidad de evasores y defraudadores. Aunque los jueces actúan con exquisita prudencia para preservar la presunción de inocencia de los defraudadores, no la de los robagallinas que se presume que son culpables. Ahora ese celo de jueces e inspectores se ha transformado en furia punitiva y recaudadora, persiguiéndose a quien emita una factura sin IVA o al parado que tiene una chapuza y trabaja un fin de semana en un bar cobrando en negro y se le somete a escarnio público. En este país opera la ley del péndulo: se pasa de la permisividad total para los defraudadores, a la fanática represión en casos de flagrante necesidad en los que la aplicación estricta de las leyes constituye una injusticia social para colectivos que han cometido el delito de estar en paro, tener una familia que alimentar y una hipoteca para financiar su vivienda que le ha sido embargada, pero que sigue con la deuda.