En estos últimos tiempos te veía poco. Me habían dicho que no te encontrabas del todo bien, que habías estado ingresado en el hospital, eso sí, poco tiempo pues no parecía demasiado grave. Hace un mes más o menos nos encontramos en el portal. Habíamos sido vecinos muchos años. Estuvimos charlando un rato; nos decías, a mi marido y a mí, que estabas harto de los médicos, que te habían hecho un montón de pruebas y que habías decidido escapar de ese infierno. No querías yacer en una cama de hospital. En aquel frío lugar eras un número de tarjeta sanitaria, un corazón, máquina perfecta, más. Te costaba encontrar inspiración para tus poesías. Tu modo de hablar me dejó ver tu rebeldía. Una rebeldía hasta ese día desconocida para mí que me hizo sonreír. Genio y figura, pensé. Desde entonces no te he vuelto a ver. Me acaba de dar la triste noticia mi madre por teléfono. Hace unas horas las luces y las sombras de la muerte han venido a buscarte. Pensando en ti he viajado al océano de las lágrimas, entre olas tranquilas he navegado. Hemos coincidido un montón de veces en un banco de la plaza del barrio, en la escalera, en el ascensor... hemos mantenido conversaciones a veces cortas, otras no tan cortas sobre la vida, sobre nuestro amor por la escritura. En cualquier caso, menos de las que me hubiese gustado. Siempre he sentido que me apreciabas, que sabías escuchar mi sensibilidad, que entre nosotros se creaba un halo de luz que, en vez de cegarnos, como dices en alguno de tus poemas, nos iluminaba, juntaba nuestras almas y nos transportaba lejos, muy lejos, más allá de la luna, a un lugar lleno de versos dichos con gestos, con miradas... Nuestros ojos se encontraban y tú reconocías mi poesía al igual que yo reconocía la tuya. Dulce, muy dulce, amarga, muy amarga. Descansa en paz, mi querido poeta. (A Pablo González de Langarika, que nos dejó el pasado día 17).
- Multimedia
- Servicios
- Participación
