QUE el Índice de Percepción de la Corrupción, compuesto a resultas de combinar encuestas y evaluaciones realizadas por distintas instituciones a expertos, empresas y ciudadanos, ofrezca los peores datos históricos en el Estado español y los peores también de entre los países del euro, responde a una realidad tan grave como extendida a la que de momento no han sabido responder, al menos para la percepción ciudadana, las modificaciones que prevén un endurecimiento legal del tratamiento de los delitos relacionados con la misma. La propia concatenación de casos que en el Estado español siguen saliendo a la luz -el último esta semana en el PP de Valencia-, sobre todo a raíz de investigaciones periodísticas que derivan en actuaciones de la Fiscalía Anticorrupción, así lo corrobora a pesar de que los expertos coinciden en cuantificar en apenas un 10% de la corrupción existente los casos descubiertos y a pesar de las dificultades para desarrollar una investigación judicial de garantías de estos delitos debido a las insuficiencias, en cuanto a la dependencia políticas de su estructura y en cuanto a sus medios, del sistema judicial español, que prolonga de media entre cinco y diez años estos procesos antes de pronunciar una sentencia. Quiere esto decir que en la pretensión de acabar con la lacra de la corrupción no basta con la promulgación de nueva legislación (Ley de Transparencia o Ley de Acceso a la Información Pública y Buen Gobierno) cuando luego esta no se cumple y se encuentran trabas a la persecución de su incumplimiento -y baste con apuntar que únicamente tres comunidades autónomas, entre ellas Euskadi, cumplen la obligación legal de publicar sus contratos y licitaciones- sino que se precisa una reforma en profundidad del sistema que además de dotar de medios a la persecución de estos delitos, añada a la transparencia institucional una necesaria transparencia empresarial que limite y regule las relaciones entre ambos mundos. Y ahí sí caben cambios legales efectivos. Ahora bien, se antoja impensable que pueda ser efectuada por las personas y formaciones que, como en el caso del Partido Popular de Mariano Rajoy, han estado directamente relacionados con esos mismos casos de corrupción y estas mismas prácticas irregulares en las contrataciones públicas durante décadas.
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