LA estigmatización de las legítimas reclamaciones de autogobierno que emanan y han emanado de Euskadi y Catalunya ha venido relevándose como uno de los principales -si no el principal- déficits democráticos de la política en el Estado español, hasta el punto de que en algunos momentos y en ambos casos a la mera reivindicación soberanista se le ha llegado a atribuir connivencia y hasta complicidad con una violencia por fortuna hoy inexistente. Dicha estigmatización, además, ha tenido como consecuencia un continuado uso partidista de la resistencia a dichas reivindicaciones, que se pretende justificar en la consideración de inmutabilidad de la denominada unidad del Estado, quizá porque en realidad el objetivo original de la misma ha sido siempre ese interés partidario. Hoy, cuando la gobernabilidad del Estado depende como nunca en las últimas cuatro décadas de pactos entre formaciones ideológicamente distantes y se antoja harto complicada, la reclamación de autogobierno, en este caso principalmente catalana, se viene utilizando asimismo como interesada herramienta para dificultar determinados entendimientos entre partidos e incluso para la misma disputa intrapartidaria. Así, ni siquiera el reposicionamiento del gobierno de la Generalitat través de las palabras de su nuevo president, Carles Puigdemont, que abre las puertas a prolongar los plazos del llamado proceso hacia la independencia y al respeto a la legalidad, han merecido un mínimo gesto por quien detenta aún la presidencia del Gobierno español en funciones, Mariano Rajoy, mientras las más altas instancias del Estado desprecian de facto a las instituciones democráticamente elegidas en Catalunya. Y quien podría ser su alternativa, el secretario general socialista Pedro Sánchez, debe soportar sonoras críticas del PP y hasta las internas de los denominados barones de su partido, encabezados en esta ocasión por Guillermo Fernández Vara, por el mero hecho de haber permitido, en una practica habitual de cortesía parlamentaria, que las formaciones catalanas ERC y DyL formen grupo parlamentario propio en el Senado. Críticas cuyo única argumentación es la del carácter soberanista de ambas formaciones y que nada tienen que ver con la legitimidad de las reclamaciones catalanas o con la defensa de la unidad estatal, sino con la mera egoísta detentación del poder, sea este interno en el PSOE o el del gobierno del Estado.