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Por ella

UNA tarde, hace años, un muchacho hizo saltar chispas de emoción entre las gentes atraídas por la gran dosis de valor, por su vitalidad y destreza. Y una especie de frenesí, de locura colectiva, se desparramaba ante aquel mágico e inverosímil horizonte? “¡Ligero!... ¡Ligero!... ¡Cógelo!... ¡Cárgalo!... ¡Kontuz!... ¡Kontuz!...”, gritaban algunos ancianos entre los aplausos fuertes y recrecidos que se mezclaban con el barullo de más voces entusiastas. Y dibujaba recortes en el aire iguales a los de una danza leve y fuerte, como un aurresku. “¡Gora! ¡Gora!”, clamaban jovencitas embelesadas ahuyentando las lágrimas sin mover un solo músculo del rostro, con las pupilas muy concentradas y restregándosela cara con el envés de sus delicadas manos, fascinadas por el espectáculo y contagiadas por sensaciones desbordantes y desconocidas.

Aquel chico, de 18 años, había provocado la apuesta de cinco onzas de oro entre dos propietarios de Ataun a que era capaz de sujetar a un toro en la plaza de Amezketa. El hecho había suscitado gran expectación. Cuando se puso a unos metros de aquel hocico mojado, una sombra anudó el sentido de los incrédulos por la cercanía del peligro y el presentimiento o certidumbre de la muerte frente a unos ojos globulosos que lo observaban jadeantes. Inmerso en una especie de estado de gracia, y al filo de lo imposible, jugó con el animal como si de un mago se tratara. Expuso valentía con fortaleza, ligereza del cuerpo con habilidad, cintura en aplicación de cambios, quiebros y recortes precursores del toreo de Lapurdi, Landas, encierros de San Fermín? A fin de cuentas, el auténtico toreo de raíz vasca: sin capote ni muleta. El primigenio. A cuerpo limpio. Se desenvolvía de un modo natural e innato, sin aspavientos. Cuando en una de las últimas arremetidas el toro inclinó la cabeza, agarró sus cuernos y torciéndole el cuello le hizo besar el suelo de la plaza. Tras un instante de silencio, el chico fijó la mirada en el público, y con natural orgullo y arrogancia dijo: “Egin behar diot gehiago”. Los estampidos de los aplausos se rompieron en ecos multiplicadores por todo el recinto de la plaza.

Con la espontaneidad de un conquistador había despertado la admirable simpatía de todos cuantos le vieron. El balcón corrido de la Casa Consistorial se quedó vacío y desde las ventanas del piso de arriba ya no miraba nadie. Solo quedó el reloj. A los que le pareció grandioso y heroico lo que acababan de ver, en un alarde de cariño total, se le acercaron y le rodearon y le tocaron locos de entusiasmo y de contento, y las chicas le abrazaban dándole besos. Y la fiesta siguió, se jugó a la pelota, se bailó en parejas sueltas o enlazadas por las manos mientras los niños daban pasos con gracia, improvisados y espontáneos sin sentido del compás, gozosos saltarines en completo regocijo con la fiesta de vecindad, al ritmo sonoro de los txistularis. Allí, a la vera del Txindoki.

Y hoy, en plena Aste Nagusia, ella, de sonrisa dulce e incluso soñadora, melancólica, espera noticias de alguien como el muchacho de Amezketa, capaz de coger el toro por los cuernos y dar un vuelco a su vida para así cerrar el pasado, porque ahora su cabeza está llena de historias igual que una maleta vieja. Antes sostenía los cimientos taurinos de la Villa como una viga maestra. Los mejores intérpretes representaron las obras más bellas y valerosas vividas en su ruedo ceniciento. Ella se llama Vista Alegre, conocida también con el sobrenombre de La dama de Abando, porque así la bautizó un escritor local de la época; y si de algo estaba orgullosa era de su peculiaridad y de su destino, de su wyrd. Hoy ella se encuentra agobiada por la confusión, la vida que parecía lineal y previsible experimenta un cambio insospechado, su vida se transforma. A veces no son grandes sucesos sino detalles diarios que han ido creciendo como brasa que genera el incendio, como en una relación mal avenida que se presiente abocada al fracaso. El tiempo pone las cosas en su sitio, cada instante tiene su punto de maduración igual que las cerezas. Ella está implorando que alguien le pase el brazo sobre los hombros y la estreche suavemente, como si tuviera miedo a romperla; porque ella parece resignada en esa religión implacable de asentir y callar ante los que tienen el dudoso deber de forjar su porvenir. Ella está enferma y viene de atrás. Nadie percibe su gravedad, y puede que ya sea demasiado tarde. La urgencia reclama un doctor con grandes dosis de sabiduría capaz de coger al toro por los cuernos y sanarla. Ella está sumida en un rosario de amarguras. Lastrada por el mal del alma, ha dejado de cultivar el amor por una afición cada vez menos deseosa de mirarla, de escucharla, de sentirla. Ya no vienen a cortejarla desde México, de Madrid, de Francia o de New York. A falta de recuperar honores y glorias pasadas, en su cara está escrita la melancolía de la soledad y la pérdida de esa alquimia que se nutría en sus gradas.

Son infinitas las tardes que desde el palco un aire terco y perturbador ha ido minando su alegría, y se le ve como al niño aquel que en el torpe caminar por una avenida se encuentra un charco y se dice: “Puedo salvar el socavón, cruzándolo de un salto”. Pero hay algo, como una fuerza metafísica, que le repite: “Te vas a caer”. Y su madre se lo recuerda: “Te vas a caer en el único agujero que hay en toda la calle”. Y, en efecto, se cae dentro del hoyo del desencanto. Y allí han ido a parar muchas veces los sueños de los actores y el penar de ella que, cada noche, se acuesta con pañuelos de papel debajo de la almohada para enjugar sus lágrimas, y hacerse preguntas sin respuesta sobre las decisiones desde el palco, aquella tarde? y la otra? y la otra? haciéndose esta reflexión: ¿Cómo se explica que en 21 años hayan pasado por delante de mi presidente más de 1.100 toros y solo seis de ellos han sido protagonistas del máximo triunfo para los toreros?... ¿¡Solo seis!?... Y solo han triunfado cuatro toreros? ¿¡Solo cuatro!? Ponce, Juli, Morante y El Cid. ¿Ningún otro torero triunfador? ¿Ningún toro indultado? ¿Ningún toro merecedor ni siquiera de una vuelta al ruedo?? ¿Cómo se explica esto?? Si en Bilbao se presume de que aquí se traen los mejores toros y a los mejores toreros, ¿cuál es la causa de tan pobres resultados? ¿Dónde está el fallo? Quizá es que la ignorancia se confunda con el criterio, no se sabe... Ella se lo pregunta, una y otra vez. Ella, que siempre propició encuentros sin excusa con tal de aproximarse a sus gentes. Ella que viste un reloj desajustado con el del presidente cuando este, con los ojos a media asta, echa un vistazo en derredor, inmutable, tuerce el morro, frunce el ceño y no le hace ni caso aunque esté cubierta de pañuelos blancos como palomas en vuelo rasante.

Lo que se ha admitido desde siempre no adquiere categoría de verdad inalterable; y se ha cuestionado, no se sabe por qué incomprensible razón, maledicencia o capricho extraordinario si el Usía, que multiplica por más de cinco la estancia media del cargo, está ahí más por vanidad que por solvencia. Y no extraña, al parecer, porque existen personajes en este mundillo que no acertarían a alternar en sociedad si se les desnudase del afán figurinista que sienten haciéndose notar en actos, y en la bullaranga de barreras y callejones de otros cosos, repartiendo falsos abrazos a diestro y siniestro con los taurinos profesionales, apoderados, banderilleros, picadores y mozos de espadas. Todo sin el rubor, la discreción y el señorío que exigen cargos de esta naturaleza, ya que tanto una entidad pública como cualquier empresa privada vienen a ser lo que son sus directivos. Como decía Belmonte: “Se torea como se es”. En la Grecia antigua la ceguera física se consideraba sagrada, pero la ceguera provocada por la locura del poder -la hybris- se consideraba la peor de las enfermedades.

A ella, a La dama de Abando, le oprime el mal del alma porque se encuentra encerrada sine die en un rombo de hierro, y reclama un médico que la atienda de urgencia, y que sea de fiar, claro. Que rompa los cuatro vértices del polígono que la oprime, y que coja el toro por los cuernos, le retire el pastillero de ansiolíticos y antidepresivos, y le recete una estancia tranquila en el balneario de Zestoa para que, cuando abra los ventanales acristalados que dan al jardín, respire el relente puro de las mañanas y pasee por las tardes entre las hojas rojas del otoño, libre. Que medite, que espere a que el vapor caliente de las aguas termales haya eliminado las toxinas de su cuerpo. Estando allí recibirá, seguramente, la visita cariñosa de los cuidadores de Azpeitia, hermana de sangre, y la de los señores de la Casa de Misericordia de Iruñea, quienes sabrán explicarle con orgullo y regocijo los resultados de su hacer en sana libertad. Ellos solos, sin condiciones ni gastos añadidos y quizá innecesarios. Otro día irán a verla las cercanas Deba y Zestoa que, aunque desde la modestia, también sabrán explicarle el valor de la independencia.

Ya vendrá alguien al que no le importe su celulitis, ni que sus dientes sean ahora de resina. Alguien al que le guste las arrugas de la comisura de sus ojos, y que no repare que los brazos estén un poco flácidos. ¡No importa! Hay que disfrutar de la vida a pesar de los veinte años perdidos, cantar y dar pasos de baile a lo largo de la galería del balneario mientras suena la música en la radio a la espera de ese amor verdadero y desinteresado que la enlace por la cintura tratando de vencer su tímida resistencia, y la envuelva dentro de un remolino de oro cantándole despaciosamente y al oído aquel tango de Gardel: Tuya es tu vida, tuyo es tu querer. Sentir que es un soplo la vida, que veinte años no es nada?

Ella, al rumor de la corriente fresca y cantarina del Urola, desea volver a disfrutar del tímido reflejo del sol entrando por los arcos de las cristaleras; y que con su vestido de muselina azul, le saquen a bailar, bien agarrada, con la cabeza un poco inclinada hacia atrás, como manda el baile argentino, desbordando pasión, en completa felicidad. Ya tendrá, entonces, la decisión sopesada de que lo mejor que puede hacer es pedir el divorcio y separarse.