Nos estamos resignando a escuchar noticias sobre los muertos que arroja la inmigración en pateras. Más allá del dato, nos encontramos ante seres humanos desesperados cuyo único delito es ir en busca de una vida más digna, que luego no es tal. Y en esta lucha por la supervivencia emplean todos sus esfuerzos, perdiendo algunas veces en el intento sus propias vidas. Muchos de ellos, víctimas de las mafias lugareñas, tardan una media de tres años en salir de sus aldeas y conseguir montarse en una embarcación en condiciones precarias. Otro nutrido número son los desplazados por las guerras, los grandes olvidados por los gobiernos, que se ven forzados a dejar sus lugares de origen. ¿Cómo se defienden los derechos de estas personas indocumentadas? ¿Qué hacen las asociaciones en defensa de la vida. ¿Quién preserva la integridad física de estos seres humanos tachados de ilegales? ¿Dónde se encuentra el sentido ético de los que desde puestos de máxima responsabilidad ejercen a veces de guardianes de la moralidad? Entre todos, el derecho a la vida de estas personas lo estamos vulnerando si no les prestamos la ayuda necesaria. Si existe un Tercer Mundo es porque hay un Primer Mundo que algo tendrá que ver en el injusto reparto de la riqueza. No obstante, las penurias económicas que azotan al Viejo Continente ni de lejos suponen una lacra comparable al drama que arrastran las gentes de estos países endémicamente pobres. Cuando se lanzan a la aventura temeraria de subirse a un cayuco, no lo hacen en busca de lo que entendemos como una vida mejor; lo hacen, siguiendo el instinto básico de supervivencia, para poder sobrevivir. Y en esta huida hacia el bienestar chocan con el muro de la inhumanidad institucional.
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