SUELEN decir que la alegría dura poco en la casa del pobre. Que los momentos de felicidad suelen ser efímeros y que en esa brevedad reside el disfrute de esas placenteras dosis de buenos momentos. La verdad es que esos pellizcos de placidez valen su peso en oro. Aunque resulten fugaces y, en ocasiones, generen por reacción situaciones pendulares que compensen el sosiego con el dolor.

El otro día pude experimentar uno de esos momentos gozosos. Arrastraba desde hacía unas jornadas un cierto cansancio físico y mental. Múltiples factores acumulados me tenían un tanto abotargado. Mi respuesta fue la de dormir. Decidí adelantar el horario de descanso -ni prime time televisivo ni otras distracciones- y, sin más objetivo que reposar, me metí al catre. Nueve horas de un tirón. Sin recuerdos de sueños recurrentes ni reclamos prostáticos. Como un lirón. Y entonces llegó el momento.

Descansé tan bien que a la hora del desvelo hice algo que, en tiempo, no había practicado. Estiré mis brazos y mis piernas en un gesto gozoso. ¿Quién no se ha desperezado al despertar de un profundo sueño?

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