MARC Chagall fue un pintor judío y simpatizante de la revolución bolchevique hasta que los comisarios políticos le enseñaron el camino de salida de Rusia: “¡A quién se le ocurre pintar vacas azules y violinistas volando sobre los tejados cuando estamos haciendo la revolución!”. No les extrañe tal desvarío. Durante aquellos años turbulentos de la guerra civil rusa, Lenin, el destructor a tiempo completo, dijo al escritor Maxim Gorki, después de haber escuchado una sonata de Beethoven interpretada por Isai Dobrovein: “No conozco nada más bello que la Appasionata, podría escucharla cada día. Es una música extraordinaria? pero no puedo escuchar música a menudo, me altera los nervios, me entran ganas de acariciar la cabeza de las personas? Y hoy no es posible acariciar la cabeza de nadie, nos arrancarían la mano de un mordisco. Hoy es preciso golpear esas cabezas sin piedad, pese a que nosotros, en nuestro ideario, nos oponemos a que se ejerza la violencia contra las personas. ¡Sí, sí, es un trabajo diabólicamente difícil!”.
Esas turbulencias políticas no arrugaron a Chagall, que nunca dejó de recrear en sus pinturas su localidad natal de Vitebsk (Bielorrusia). Así que cuando pintaba el París que le acogió y que en palmas le encumbró, pensaba en Vitebsk, por entonces una ciudad de edificios de madera, triste y atrasada, que sin embargo le forjó su carácter creador. Allí no había museos, ni escuelas de pintura, ni tan siquiera ceramistas o alfareros; nada de arte aunque fuera primario, pero sí había letreros comerciales que anunciaban barberías, carnicerías, sastrerías, elementales reclamos artísticos para atraer la atención de los vecinos y que resultaron fuente de inspiración para uno de los grandes maestros de la pintura universal. Hay un cuadro de Chagall que me fascina. Lo llamó El tiempo es un río sin orillas. En él se ve un pez alado que sobrevuela el río Dvina y del que pende un gran reloj de pared. Lo interpreto como una declaración que trasciende al arte. El pintor nos viene a decir que aunque todo vuele, gire, él no nota el paso de los años, aunque tampoco sea ajeno a los cambios porque sigue oyendo crecer la hierba y latir el corazón lejano.
Tiempos de moral sustituida Vivimos tiempos difíciles. Autónomos en la ruina, jóvenes envalentonados, parados presa de la desesperación. Están cansados, son pobres, valerosos, y como todos los valientes, cobardes. Temen al paro. Al mismo tiempo, los acomodados han sustituido la moral por el arribismo y tienen mucha facilidad para olvidar lo que quieren olvidar y aspiran a que no haya nada que les impida dormir tranquilos. El resultado es que todos nos volvemos temerosos y dispuestos, como sea, a defender lo nuestro. El ojo por ojo y diente por diente en el día a día de nuestras relaciones se convierte en una rutina administrativa consagrada, Antiguo Testamento, como si nunca hubiese aparecido una estrella sobre Belén. Y esto sucede desde la cola del supermercado hasta la protección de nuestro puesto de trabajo, pues “Nuestro Señor ama al hombre justo y el señor ama al chivato”, como dice un viejo refrán ruso.
Al mismo tiempo, constato que está acabado el mundo cómodo de las palabras gastadas. Oímos las tertulias periodísticas, las declaraciones de los líderes políticos, de los especialistas en macro-economía, de los responsables sanitarios? Es clase de críos que salen del cochecito y gatean hasta las ruedas del autobús. Dejan todos ellos una sensación de insipidez. Por decirlo con una expresión escocesa, un largo trago de agua. De vez en cuando habla el Papa y capta nuestra atención, o un premio Nobel que nos lleva a la reflexión, un cooperante abnegado que nos emociona, un deportista cuya dedicación nos estimula. Y entonces levantamos la cabeza y miramos a las estrellas, que es precisamente lo que nos diferencia del cerdo, a decir del astrofísico Ambartsumián.
Lentamente estamos aprendiendo que no hay nada en el mundo que crezca eternamente. “Cuando la luna está llena comienza a disminuir”, escribía el rabino Sem Tob en sus Consejos, dirigidos a Pedro el Cruel, rey de Castilla. El desarrollo y la economía sostenibles son el primer capítulo de ese aprendizaje. Comenzamos a darnos cuenta de que no existe ningún destino prefijado desde tiempos inmemoriales. “Que casi todo es producto de un azar de lo más absurdo, que los cambios son debidos a que gente perezosa, cobarde y codiciosa busca maneras más fáciles, rentables y seguras de hacer las cosas. Y que raramente saben lo que hacen” (Ian Morris ¿Por qué manda Occidente? Por ahora?). Que vivimos en un mundo sin certezas es el segundo capítulo de ese aprendizaje. ¿Acaso, señor lector, es capaz de asegurar que sus hijos vivirán mejor? Los jóvenes lo tienen claro. En una reciente encuesta (Injuve, octubre 2014) asumen que vivirán low-cost y que una pensión de jubilación será tan improbable como probable su movilidad laboral, emigración incluida. Quienes siguen sosteniendo que la humanidad avanza hacia su destino en progreso lineal y ascendente puede que sean progresistas teóricos pero también perezosos morales. Es la situación apremiante la que nos pone las pilas y entonces, quizás, el cambio despegue como un cohete.
¿Un mundo de certezas? Shakespeare, en Enrique IV, desesperaba inútilmente por un mundo de certezas: “¡Dios mío, si tuviésemos la opción / de leer en el libro del destino / y ver del tiempo las revoluciones. Allanando montañas y fundiendo / los continentes en el mar, cansados / de sólidas firmezas y otras veces / ver el costero cinturón oceánico / holgado en las caderas de Neptuno; ver cómo la ocasión se burla y cómo llena el cambio la copa de Mudanza / con diversos colores”.
Ajeno a las certezas, apegado a sus orígenes, Chagall llenó sus cuadros de colores, inverosímiles y bellísimos. Y de un modo indescriptiblemente conmovedor nos enseñó que la historia, el tiempo, es un río sin orillas; que las teorías del destino, de las fuerzas impersonales y gigantescas como la geografía, las enfermedades y la demografía -que desde los tiempos remotos hemos creído determinantes para la primacía de nuestra sociedad y modo de vida occidental- son un “tal vez” que depende de nuestra capacidad de respuesta ante la adversidad. Y que esa respuesta tiene mucho que ver con los valores morales. Con ser severo con uno mismo e indulgente con los demás. Con hacer el bien, a ser posible a hurtadillas, porque cuanto más degenera una sociedad, más se convierte la decencia en una cuestión privada.