Para mi amigo José Ignacio el mes de agosto es un mes venturoso, porque cumple años y sus cuatro nietos también; y las fiestas del pueblo, el bailongo en la plaza, la costillada, el calderete de conejo con caracoles... La felicidad de un abuelo. Todo depende del color del cristal con que se mire. Pero aún así, nadie negará que todos tenemos algún gran placer en común. Un buen paisaje. Aunque uno de mi pueblo no entendía cómo una hija, que va al pueblo pocas veces, se embelesaba y suspiraba ante el atardecer: “No sé por qué te pones tan así. ¡Joder!, si siempre han estao allí esas piedras, esos árboles y esos rastrojos. Y el cielo”. Para mi paisano la belleza de su paisaje es como el pan nuestro de cada día. Me gusta esa gente que mira la vida de forma elemental, sin sibaritismos de filipichines de ciudad que pagan fortunas por casi todo lo que les dicen que es especial, desde perfumes a vinos y platos de alta gama. Otro magnífico placer muy antiguo pero poco frecuente, por casi imposible, es el deber dinero a un banco o a un usurero y que no te lo pueda cobrar. Es para partirse el pecho. Otro placer simple y universal: contemplar el fuego sentado alrededor de él con la gente que quieres. Protestar contra el que manda, gritar a vena gorda en la calle en grupo te da la seguridad de la tribu, de la sangre, de las piedras, la violencia de la razón. Ver dos ancianos que pasean de la mano. La sonrisa de un niño. Besar a alguien, aunque para otros sea un cardo borriquero. Y dormir y soñar a pierna suelta, porque allí puedes llevar a cabo a placer los placeres imposibles como ver caer de pedestales a los miserables poderosos, abrasar ratas y dormir en cueros bajo un cocotero sin que te caiga ningún coco en parte blanda, y así.
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