COMENZÓ como una denuncia que parecía más fruto de la improvisación pero el alcalde de Gasteiz, el popular Javier Maroto, ha construido en torno a sus acusaciones a un sector concreto de la población inmigrante de su ciudad toda una formulación conceptual de lo que entiende por un espacio de convivencia con vistas a las elecciones municipales del próximo año. El discurso de Maroto trasciende al propio alcalde porque ha contado con respaldo pleno por parte de quienes, en su partido, deberían haber puesto límites a lo que implica. Lo que convierte las palabras del alcalde de Gasteiz en una estrategia es la forma de su mensaje. El alcalde lanza una afirmación gratuita en tanto que no aporta pruebas que lo demuestren, pero encuentra en determinados medios voceros que dan por hecho que dispondrá de datos para confirmar sus acusaciones sin que estos datos aparezcan nunca -estrategia similar, por cierto, a la que estos días aplica el PP a su acusación sobre los batzokis-. Datos reales y públicos del observatorio vasco de la inmigración, Ikuspegi, son los siguientes: 140.917 inmigrantes extranjeros residentes en la CAV en 2014, un 6,4% de la población total -la media del Estado es de un 10,77%- y unos 1.550 más que en 2010; de ellos, 26.610 viven en Araba, un 8,3% de la población del territorio y unos 1.600 menos que en 2.010. La población magrebí del territorio ha descendido de 8.300 marroquíes y argelinos en 2012 a 7.479 en 2014. El efecto llamada de las ayudas sociales que sostiene Maroto no se refleja en la realidad, ya que el pico de atracción de inmigrantes fue en el año 2012 y no ha hecho sino descender desde entonces en Araba. Maroto sabe que la situación de dificultad económica crea ambientes crispados y una disposición a buscar fuera los culpables de las injusticias y dificultades propias. Pero ni Euskadi ni Araba registran una presencia superior de inmigrantes que la media del Estado, por lo que el fenómeno no parece ligado a las ayudas sociales. Lo que sí cuestionan Maroto y el PP con sus palabras es la propia existencia de ayudas y el modelo de integración. Fomenta la sospecha, la división y el señalamiento de colectivos, que es la base de la discriminación racial, cultural y religiosa. Frente a ese oportunismo electoralista solo queda la responsabilidad cívica por encima de tópicos que facilitan eludir responsabilidades en un mar de prejuicios.