CON cierta recurrencia tenemos conocimiento de casos de acoso escolar, en sus diversas formas más o menos agresivas y violentas o materializado como ciberbullying. Suelen ser casos de efecto aparentemente controlado que, en ocasiones -las menos-, puede tener consecuencias trágicas por el grado de presión al que algunos jóvenes, adolescentes e incluso niños, se ven sometidos en sus entornos escolares por parte de sus compañeros. Aunque se han desarrollado iniciativas sucesivas de información dirigidas a padres, educadores y los mismos alumnos, la evolución de los datos puede dar sensaciones engañosas según cómo se lean. Que se hayan denunciado 201 casos durante el curso escolar 2012-13 no parece, desde los números fríos, una cifra que hable de un problema sistemático o masivo en una población escolarizada de 364.000 menores. Menos si se constata que son 89 de esas denuncias las que pueden ser consideradas bullying. Sin embargo, frivolizar el dato es el primer paso para cronificar el problema. En primer lugar porque la cifra también nos habla de un aumento de las denuncias en más de un 37% respecto al curso anterior. El problema está en proceso de visibilización, que significa que el incremento de denuncias no es equivalente a un aumento de casos, pero sí que empieza a asentarse una toma de conciencia de los límites de una broma, el margen de lo aceptable en una disputa entre menores y la existencia de reacciones colectivas gregarias que fácilmente se ponen en marcha en el ámbito relacional de los menores en la escuela. Son susceptibles de comenzar como una disputa, un señalamiento o una broma pesada demasiado repetida que hace presa en un o una escolar y adquiere su propio desarrollo si no se percibe a tiempo por parte de educadores, padres y madres y, sobre todo, el propio colectivo de escolares que en la mayoría de las ocasiones no es consciente de la práctica del acoso aunque esté siendo protagonista activo o pasivo de ella. La frivolización de la violencia, física o verbal, es real y los menores se desenvuelven en un entorno pseudocultural fundamentalmente relacionado con su ocio -cine, juegos, televisión, internet- que les puede hacer vivir la ficción de que un golpe o una humillación de otro es algo gracioso o incluso una forma de ser popular.