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Atención responsable

LA semana pasada Cáritas presentaba el octavo informe de su Observatorio de la Realidad Social, en el que constataba que simultáneamente crecía el número de voluntarios y donantes a Cáritas a la vez que aumentaba tanto el empobrecimiento de la sociedad española como también su desigualdad interna.

En la parte más descriptiva nos informaba de que se había duplicado el volumen de personas que se encuentran en situación de pobreza severa, cifra que ascendía ya a tres millones de personas en unidades familiares que malvivían con menos de 307 euros al mes. Otros datos hacían referencia al descenso de la renta media que se cebaba especialmente en las personas y familias más vulnerables, a la cronicidad creciente de los parados de larga duración y, finalmente, alertaba de que la institución familiar podía verse desbordada en su función todopoderosa de red protectora. Todo ello en un marco de incremento de la desigualdad interna (el 20% de la población rica concentraría 7,5 veces más riqueza que el 20% más pobre), así como por lo que denominaba el comportamiento contracíclico de la desigualdad en la renta. Según este comportamiento, la desigualdad en renta aumenta en etapas de recesión, pero no reduce estas diferencias en fases económicas expansivas. En suma, polariza la sociedad en situaciones de crisis, pero no acerca estos polos en fases de crecimiento.

En una de sus conclusiones Cáritas añadía, "aunque los primeros efectos de la crisis económica se amortiguaron por las prestaciones por desempleo y el apoyo de las familias, el agotamiento de las ayudas económicas, la prolongación de las situaciones de desempleo, las políticas de ajuste y sus recortes, unido a las dificultades en las familias, han creado un caldo de cultivo para la irrupción de una segunda oleada de empobrecimiento y exclusión social con efectos más intensos".

Un panorama de este tenor nos lleva a constatar la intensificación de la fragilidad estructural para un sector creciente de nuestra sociedad y nos pone en alerta ante unos mecanismos infernales en los que a pesar del esfuerzo invertido por muchas personas y sectores es difícil soslayar las corrientes de fondo que condenan a una existencia precaria. Hace años el lúcido sociólogo polaco Zygmunt Bauman nos describía esta transformación afirmando que en pocas décadas hemos pasado de la lógica laboral del "ejército de reserva" a la de los "excedentes humanos". Antes se nos esperaba para cubrir una función laboral que posibilitase nuestra inclusión social, ahora simplemente seríamos desperfectos, inútiles tanto para trabajar como para consumir. Los cambios terminológicos, el pase de "reserva" a "excedente", suelen expresar cambios de estructura que operan a un nivel más profundo e invisible.

Con base en los resultados de la Encuesta de Pobreza y Desigualdades Sociales 2012 (EPDS-2012) realizada el pasado año por el Gobierno vasco, parece que el panorama de nuestra comunidad autónoma (CAE) es menos grave, porque se decía que "la crisis no pone por completo en entredicho los avances observados hasta 2008 en la reducción de la pobreza y la precariedad. Ahora bien, entre sus conclusiones se afirmaba que uno de los efectos directos de la actual crisis económica se traducía "en un aumento de las dificultades de los hogares para hacer frente a sus obligaciones y gastos habituales sin precedentes desde 1996". Se atisbaba asimismo un incremento de situaciones reales de pobreza y precariedad, como de las distintas formas de pobreza encubierta. El 5,3% de la población vasca se encontraría en situación de pobreza real y habría aumentado de 89.000 personas en 2008 a 114.700 en 2012. La ausencia de bienestar se situaría en el 10,1% de la población de la CAE, afectando a más de 218.200 ciudadanos vascos.

Según los autores del Informe, en la CAE ha habido y hay un factor clave en la lucha contra la pobreza: el efecto positivo que ha tenido el sistema de prestaciones constituido por las Rentas de Garantías de Ingreso (RGI), por las Prestaciones Complementarias de Vivienda (PCV) y por las Ayudas de Emergencia Social (AES), que habría funcionado a modo de cortafuegos ante la extensión e intensidad del empobrecimiento. De hecho, este conjunto de dispositivos llega a más de siete de cada diez personas de la población de riesgo.

Finalmente, en este informe de Pobreza y Desigualdades de 2012 se apuntaban tres aspectos ambivalentes que permiten dar una imagen resumida de la situación en la que nos encontramos: Euskadi es una sociedad razonablemente igualitaria, con indicadores de pobreza y desigualdad inferiores a los de la Unión Europea; se opera un incremento de la situaciones más extremas de privación ligadas a la pobreza y la precariedad; y, asimismo, emergía una paradoja inquietante, inesperada la califica el informe, consistente en que aumenta en la CAE el porcentaje de la población en situación de completo bienestar, sin ninguna carencia asociada y a quien la crisis no ha afectado de ninguna manera: casi cuatro de cada diez de sus habitantes experimenta esta situación.

Los perfiles a los que aquejan sobremanera la pobreza y la precariedad son familias en las que la persona principal no se encuentra ocupada de forma estable y tiene menos de 45 años, familias monoparentales encabezadas por una mujer sin empleo estable, hombres responsables de una familia monoparental, hogares de personas inmigrantes no comunitarias y personas solas de cualquier sexo que se encuentran económicamente activas pero sin estabilidad laboral.

Quisiera, antes de finalizar, poner en valor nuestro sistema de protección social basado en la Renta de Garantía de Ingresos, Prestación Complementaria de Vivienda y Ayudas de Emergencia Social. En Euskadi hemos constituido una red solidaria que funciona cuando no tenemos otros recursos, que impide que caigamos en la marginalidad más absoluta, que nos permite subsistir cuando no quedan más apoyos. Son más de 400 millones de euros que tenemos que gestionar con responsabilidad, pero que no podemos permitir que sean objeto casi diario de discusión, de falta de legitimación social. Necesitamos que la ciudadanía crea en el sistema de protección social que, entre todos, hemos edificado, que no se ponga en cuestión costantemente, que los árboles no nos impidan ver el bosque.

Deseo concluir con una serie de consideraciones que me retrotraen, en primer lugar, a las declaraciones que realizaron los representantes de Cáritas, quienes decían que la "normalidad" que va adquiriendo la crisis y la proliferación de discursos acríticos relativos a la reducción de la clase media terminan invisibilizando la pobreza real, e incluso banalizándola. En segundo lugar, constato que con mucha ligereza suele ponerse en entredicho ese cemento social que son los dispositivos de prestaciones que actúan como dique ante la extensión de la pobreza y la precariedad y, como dice un viejo aforismo inglés, "no deberíamos echar la criatura con el agua sucia". El efecto benéfico de estos dispositivos no admite banalización alguna desde una perspectiva humanista, social o económica. En tercer lugar, la dualización parece estar instalándose en nuestra sociedad, de forma que mientras que un porcentaje de la población no ha experimentado carencia alguna, otro más reducido se cronifica en la pobreza y otro intermedio bascula más hacia el polo débil que al seguro. Ni la anormal normalidad de la crisis, ni la crítica fácil a las prestaciones, ni el hecho de estar actualmente posicionado en el lado seguro de la estructura nos facultan para ser insensibles y ciegos ante la pobreza visible que convive junto a nosotros.

Desde el Gobierno estaremos alerta y aunque, dada su periodicidad cuatrianual, la Encuesta de Pobreza y Desigualdades Sociales no debería volver a realizarse hasta 2016, nos comprometemos a adelantarla a 2014 para seguir atentamente y al minuto la magnitud e intensidad de la evolución de la pobreza y así poder adoptar las medidas que nos permitan eludir la precariedad y consolidar la cohesión. Es nuestra ineludible responsabilidad.