EL acuerdo entre Estados Unidos y Rusia para obligar a El Asad a destruir sus armas químicas depara la noticia obviamente positiva de que ahora se atisba un escenario de desarme cuando hasta este pasado fin de semana el mundo contenía la respiración ante un inminente bombardeo sobre Siria, lo que hubiera redundado en una costosa intervención militar en términos de vidas humanas para la población más desvalida. Constatada la virtud de ese pacto, que tiene que validar El Asad comunicando la localización exacta de sus arsenales -datos que deberán verificar inspectores internacionales antes de diciembre-, resultaría sin embargo de lo más pueril renunciar al análisis de las sombras de la crisis siria. Para empezar, la belicosa actitud de un premio Nobel de la Paz como Obama, cuya férrea apuesta por la ofensiva militar se antoja tan relevante para que El Asad admita a la postre que posee armas químicas como decisivo ha sido para que haya renunciado a la guerra el rechazo de la opinión pública estadounidense, al que sumar las dudas del Congreso para avalar la operación. Sin olvidar otros extremos no menos inquietantes, por ejemplo que el acuerdo entre Kerry y Lavrov desiste de concretar la autoría del ataque químico de agosto, lo que menosprecia a las víctimas en aras de la diplomacia como si ésta fuera un fin en sí mismo, y especialmente que asume que en Siria va a proseguir una cruel guerra civil que se ha cobrado 120.000 muertos y casi tres millones de refugiados. A la vista ha quedado una vez más que Estados Unidos actúa en la esfera internacional absolutamente determinado por Israel, censurando en quienes no son sus aliados comportamientos que tolera en quienes sí lo son, mientras Rusia opera como contrapeso también en beneficio propio, velando, como la Casa Blanca, por sus intereses -mayormente económicos- y los de aquellos que se le cuadran para igualmente sacar tajada. Lo que podría denominarse una paz fría, basada en un discurso de ambas potencias que, bajo el señuelo de la defensa de los derechos humanos, lo que consagra es prácticamente un derecho de pernada con la ONU como un instrumento cosmético, como un utensilio bien de obscena distracción o de mera justificación mientras quienes mandan negocian bajo la mesa con la vida de las personas como último de los bienes a preservar.