LA intervención del Ejército egipcio para deponer con la presión de las armas a Mohamed Mursi un año después del triunfo de este en las elecciones -con todas las carencias democráticas propias de Egipto, pero elecciones- es en realidad una vuelta matizada al antiguo régimen. Sin Mubarak, su familia y la red de corrupción y violencia tejida a su alrededor. Sin la gerontocracia militar, sustituida por la siguiente generación de generales formados en EE.UU. tras el relevo de Hussein Tantaui, quien sujetó a la milicia durante la caída de Mubarak, por Abdel Fattah al-Sisi, hoy nuevo hombre fuerte del país. Y con una ampliada base social que une a quienes se beneficiaban de la situación anterior a 2011, a quienes aspiran a un estado laico o temen otro islamista y a los descontentos por la incertidumbre que atenaza a la economía del país (formada en un 90% por pequeñas empresas) ahoga al turismo (tres millones de empleos), y sobre todo, inquieta a la casta militar que dirige la potente industria bélica (el 7% del PIB se dedica a defensa) y la mayor parte de la industria pesada civil. De ahí que, de nuevo, el Ejército se instale como poder omnímodo, tal y como ha venido sucediendo de forma ininterrumpida desde el golpe que acabó con la monarquía de Faruk I en 1952. Y que se vuelva, como en tiempos de Nasser y Sadat, también parcialmente de Mubarak, a una apenas soterrada persecución del islamismo de los Hermanos Musulmanes tras los arrestos de Mursi, del líder de la hermandad, Mohamed Badie; de Saad Katatni y Rashad Bayoumi, principales líderes de la formación política de esta, el Partido Libertad y Justicia; y la emisión de cientos de órdenes de detención entre sus militantes. Que la presidencia se haya cedido de forma temporal a Adly Mansur, civil encumbrado a presidente del Tribunal Constitucional tras la Primavera Árabe pero miembro del mismo desde 1992, con Mubarak, aunque crítico con este; no es sino la confirmación de ese matizado regreso. También un modo de ganar tiempo hasta encumbrar a otro militar -y en ese caso nadie parece discutir al propio Al-Sisi- o, en su defecto, hasta estructurar una alternativa de apariencia y costumbres democráticas pero con la tutela del Ejército, siguiendo en cierta forma el modelo paquistaní. Más homologable la segunda, pero más estable la primera; ambas deben contar con el beneplácito de EE.UU.