Otra Iglesia... en las formas
El perfil austero y renovador de Bergoglio matizado por detalles de su pasado y su ortodoxia refleja el histórico equilibrio del Vaticano, pero este no evita al Papa Francisco la exigencia de reforma interna y de actualización del catolicismo
LA elección de Jorge María Bergoglio como nuevo Papa y sucesor de Benedicto XVI presenta, al menos en cuanto a su aspecto formal, ingredientes que apuntarían a un cambio de rumbo de la Iglesia. Bergoglio no estaba entre quienes se anunciaban como posibles candidatos, por edad, 76 años cumplidos en diciembre, parecía descartado para suceder a Ratzinger; es el primer Papa latinoamericano, el primer pontífice jesuita y ha elegido regir la Iglesia católica con el nombre de Francisco, el reformador que al iniciarse el siglo XIII se enfrentó al status quo eclesial y a los cardenales para aprobar la regla de su nueva orden. También ha sido el primero en atreverse a adoptarlo. Además, desde la elección de Benedicto XVI en 2005 se ha sostenido que Bergoglio, entonces el segundo cardenal con más apoyos, renunció facilitando la mayoría necesaria a Ratzinger; por lo que su elección ahora se podría entender asimismo como un intento de reparación por parte del cónclave tras el papado de Benedicto. Sin embargo, el perfil austero y renovador de Bergoglio también presenta un pasado ensombrecido por su ascenso en la Iglesia argentina durante la junta militar argentina y las acusaciones de cierta connivencia con aquel régimen junto a un presente dentro de la más estricta ortodoxia de la Iglesia, tanto en su presencia vaticana como en cuanto a sus posturas ante controversias que afectan al catolicismo. Sin ir más lejos, al enfrentarse duramente al Gobierno de Cristina Kirchner por la aprobación, en 2010, de la ley de matrimonio entre personas del mismo sexo. El Vaticano, en definitiva, ha sido fiel a su histórico minucioso equilibrio al optar por una elección que no despeja los interrogantes que se ciernen sobre el camino inmediato a emprender por la Iglesia y el catolicismo, lo que hubiera hecho en mucha más medida situando en el trono de Pedro a uno de los anunciados como papables. Pero dicho equilibrio no aparta del Papa Francisco el cáliz de la responsabilidad, la necesidad de responder a 1.200 millones de católicos más allá de esa labor de evangelización autoimpuesta como primordial desde sus primeras palabras. Porque la Iglesia precisa de una profunda reforma del gobierno vaticano y una actualización que debe ir mucho más allá de las formas en la elección de su 266º pontífice.